Mi amama se estaba muriendo y quiso enseñarme a hacer txipirones.
—Pero ¿tengo que tocarlos?
—Claro que tienes que tocarlos, hija, qué cosas tienes.
A mí me daban mucho asco, aunque nunca los había probado. La salsa parecía galipó.
—Pero eso hay que limpiarlo, ¿no?
—Te los limpia el pescatero. Tú se los pides un día para que te lo haga sin prisa y te los limpia él.
Resultó que el de mi barrio no acostumbraba a limpiar txipirones; debía de ser cosa del pescatero de confianza de mi amama. Es un chico joven, y yo se lo conté todo para darle un poco de pena: mi amama en casa sin poder casi andar, respirando como un cervatillo atropellado; su legado de txipirones. Me dijo que los tendría listos al día siguiente.
Ya he dicho que a mí los txipirones no me gustaban —o eso me empeñaba yo en decir, sin haberlos probado—, pero era el plato favorito de mi padre. En casa de mi amama había fotos en sepia que lo atestiguaban: mi padre sentado a la mesa, con una servilleta a cuadros a modo de babero y una sonrisa negra de antojo satisfecho. Él también había dicho siempre que la salsa parecía galipó, pero nunca lo había visto como un inconveniente.
Enseñarme a hacer txipirones era un regalo transgeneracional en el que yo solo participaba como intermediaria, porque mi amama no concebía un mundo en el que los hombres cocinaran mientras hubiera en casa una mujer de la edad que fuese. El destinatario último era mi padre, ese hombre callado y austero a quien, según decían, la muerte del padre había vuelto a los dieciséis años aún más callado y más austero; mi padre, que jamás pedía ayuda ni para subir del coche las bolsas de la compra y que siempre estaba discretamente al tanto de todo.
Mi amama, como su hijo mayor, era mujer de pocas palabras, pero le gustaba hacer cosas. Su amor se palpaba en los disfraces y en los vestiditos de organdí que nos cosía a mis primas y a mí. De pequeña me enseñó a coser botones de dos agujeros y luego de cuatro, y a bordar toscamente mi nombre en el babi del colegio. A ir valiéndome por mí misma.
También me había enseñado a hacer croquetas. «Compras 100 gramos de jamón, lo cortas en cachitos con la tijera y de ahí echas un buen puñado». Yo tomaba notas de sus peculiares indicaciones, porque ella nunca se había molestado en calcular cuánto jamón le ponía exactamente a la besamel. ¿Qué necesidad había? Llevaba toda la vida haciendo así las croquetas.
Por algún motivo, la mañana de los txipirones volví de la pescadería con la insensata convicción de que nos repartiríamos los papeles de la misma forma: mi amama a los fogones, yo al bloc de notas.
—Ve picando la verdura —me dijo pequeñita desde la butaca—. ¿Sabes usar la olla rápida?
Silencio.
—No importa. Ve picando la verdura.
Y yo encendí la radio, me puse las gafas de bucear y me abandoné al tedio de picar varias cebollas y pimientos de distintos colores.
La operación txipirones no tardó en revelarse el desastre que se presagiaba desde el principio. Para empezar, el pescatero nos había destrozado los txipirones. Mi amama se enfadó y lo llamó incompetente; de nada sirvió que le recordara que, al fin y al cabo, el chico nos había hecho un favor. Para que no se les saliera el relleno, tuve que valerme de mucha maña y un ejército de mondadientes, y cuando terminé con ellos parecía estar haciéndole vudú a una ristra de enemigos.
Más tarde no fui capaz de decirle a mi amama si la verdura estaba lista, el pasapurés no funcionaba y tuve que usar la batidora en varias tandas para triturar aquella masa indescriptible mientras los txipirones se rehogaban ellos solos y me hacían el favor de no quemarse. Saltaban en la cazuela, chisporroteando el aceite al contacto con el agua, llenándolo todo de grasa y yo removiéndolos desde lejos de vez en cuando con la cuchara de palo más larga que encontré en la cocina. Dos menos veinticinco, mi padre a punto de venir del trabajo, hambriento y trajeado, la comida sin hacer y la cocina salpicada de galipó.
—Ahora ya… se tienen que hacer —concluyó mi amama.
—¿Mucho rato?
Silencio.
Bajé el fuego y me metí en el baño a darme una ducha rápida, la segunda del día: sudaba como si hubiera estado cazando elefantes. Apoyándose en el bastón, mi amama recorrió despacito el pasillo que separaba el salón de la cocina y limpió como pudo las encimeras. Era su forma de decirme que lo sentía.
Ninguna nos habíamos acordado de la sal, y tenían que haber estado crudos porque no pudimos tenerlos al fuego el tiempo necesario, pero salieron de muerte. Mi amama Qué mal rato le he hecho pasar a la chiquilla, y mi padre sonrió con la misma sonrisa negra de las fotos de su infancia y nos dio las gracias a las dos. Se había metido la corbata por dentro de la camisa.
Apenas una semana después, ya no estaba.
Ella debía de sentirlo en las entrañas, pero yo no sabía que mi amama se estaba muriendo cuando se empeñó en enseñarme a hacer txipirones. Le di largas. Los txipirones me daban mucho asco y, además, estaba demasiado ocupada escribiendo un cuento que mandé a la papelera de reciclaje nada más terminar. Desde entonces no he vuelto a escribir nada.
Hasta hoy.
He imaginado la escena así porque la vida real no es como las películas. Los últimos momentos, las últimas palabras que uno comparte con la gente a la que quiere pocas veces son dignas de un Óscar. La vida es sucia como la tinta de un calamar, es viscosa y se te desparrama. Los errores se te pegan como el galipó.
Desde que murió mi amama me he volcado en aprender a hacer txipirones. Ahora los limpio yo. Encuentro un extraño placer en mancharme las manos, y el olor a mar que se me queda en las uñas mantiene fresco el recuerdo de mi amama durante varios días, aunque cada vez desaparece antes. Mi padre dice que me salen mejor a cada intento, pero yo sé que, por muy buena que sea la receta de Arguiñano y por mucho que yo me esfuerce por mejorarla, no hay en el mundo ni habrá jamás txipirones como los que hacía su madre.
Paula Zumalacárregui Martínez
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