Ser lector de literatura japonesa viene a ser un gesto de moda en los últimos años. La apabullante presencia editorial de las obras de Haruki Murakami, ayudado por el efecto de arrastre que el anime y el manga siempre han provocado, y sumado a la ya tradicional presencia de otros componentes culturales japoneses, como el Zen y las artes marciales y decorativas, han extendido la moda de leer la literatura de este país oriental. Pero, ¿qué nos ofrecen sus lecturas para que merezca la pena dejar de lado otros autores nacionales o culturalmente más cercanos, como los ubicuos estadounidenses y europeos, y adentrarnos en nuevos mundos y realidades niponas?
La respuesta es múltiple e infinita, igual que el número de razones que existen para acercarse a las literaturas asiáticas. Pero en esta ocasión nos centraremos en el increíble atractivo que poseen las letras japonesas en tiempos de crisis, cuando el sol naciente deviene poniente y la luz sacrifica intensidad para tornarse dorada. En tales tiempos de cambio político, cultural, identitario o económico, las letras niponas han sabido responder a los interrogantes de las crisis y a las incertidumbres con obras de gran valor estético. Debemos tener en mente que Japón es un país donde las crisis se dan con una frecuencia desoladora: a su convulsa historia, relativamente tranquila en las últimas décadas pero amenazada por los últimos giros nacionalistas en la política que dirige el primer ministro, Shinzo Abe, se añaden crisis sociales, humanitarias y naturales provocadas por fenómenos que todos conocemos. Tanto la invasión de elementos culturales ajenos como la convulsión natural del archipiélago sobre el que se funda el país provocan que la realidad japonesa sea en extremo frágil: curiosamente, en esta fragilidad reside parte de su belleza.
Por este motivo, la literatura en tiempo de crisis resulta un medio ideal para expresar la realidad humana del país, y por este motivo hemos seleccionado tres autores para disfrutar de sus resplandecientes ocasos. De la era Taishō y de las primeras décadas de la era Shōwa (alrededor de la primera mitad del siglo XX), destacamos a un premio Nobel, Yasunari Kawabata, que escribió sus primeras Historias de la palma de la mano en los años veinte, testigos del alzamiento del nacionalismo japonés que derivaría en la guerra en Asia continental y en el Pacífico, cuyo tremendo desenlace sigue siendo recordado como uno de los episodios más oscuros de la historia. Me quedo con esta obra de Kawabata, poco conocida si la comparamos con sus obras maestras, como El país de la nieve o El sonido de la montaña, porque sus primeros relatos son pequeños tesoros de sabiduría poética: sublimes creaciones literarias a partir de sutilezas psicológicas, plasmadas con el onirismo justo para que resulten verosímiles y alcancen lo más profundo de la realidad humana. Kawabata domina el arte del cuento y convierte al género en el medio perfecto para transmitir historias verdaderas con una poesía subyacente que las hace inolvidablemente deliciosas. Temas como los silenciamientos y las inquietudes en la vida matrimonial, las frustraciones vitales, los engaños amorosos o las envidias sociales, junto con otros más amables, son retratados con tal entereza en pocas páginas que el lector agradece que existan tales miserias para que alguien como Kawabata pueda narrarlas.
De la posguerra japonesa y de la segunda mitad de la era Shōwa (1945-89), nos quedamos con las primeras historias de otro premio Nobel: Kenzaburo Oé. Era todavía un niño durante la Segunda Guerra Mundial, pero fue un autor central en los tiempos de la posguerra cuando, ya como joven graduado en Literatura Francesa en la Universidad de Tokio, sus relatos recuperan la niñez para narrar dos historias tan prodigiosas como tremendas, ambas con el conflicto bélico en el trasfondo: en La presa, premio Akutagawa en 1957, inventa una aldea aislada en unas montañas donde se accidenta un avión enemigo, ocupado por un soldado negro que sobrevive. Los niños aprenderán las crueles reglas del mundo adulto cuando testifican el destino que aguardaba al soldado, convertido en un amigo casi domesticado y fiel. En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958), unos niños huérfanos, trasladados de su orfanato ante la crudeza de los ataques aéreos americanos, son realojados en una aldea que la población vecina abandonará para confinarlos allí, pues una epidemia mortal acecha en sus calles. Las dos novelas son historias crueles, hijas de la guerra y de una nación enferma por las imposiciones marciales, pero existe una luz oculta en la espontaneidad de unos niños víctima de las aciagas dinámicas bélicas que a todo lector le gustará descubrir.
Finalmente, nos quedamos en este breve muestrario de literatura japonesa con el hombre que provocó otra ola de japonización de las librerías: Haruki Murakami. Los críticos aún debaten su valía como autor, pero es claro que se ha convertido en un relator fundamental del aislamiento y la soledad inherentes a las sociedades industriales, a las que Japón, a pesar de su larga crisis económica, pertenece. Entre todas las obras mayores de este interesante autor elegimos para nuestros tiempos de crisis Después del terremoto (1999), hábiles narraciones inspiradas en el catastrófico terremoto de Kōbe, acaecido en 1995, y que condenó a más de 6.000 víctimas humanas. Con la tragedia de fondo, Murakami compone siete historias donde es posible recuperar el trazo onírico que ya dibujaba Kawabata en sus Historias de la palma de la mano y que también en este autor adquieren una naturalidad propias de una sociedad donde la fantasía y los sueños poseen una importancia mayor que en nuestras desencantadas sociedades occidentales. En esta colección de relatos, Murakami recrea imaginativamente situaciones propias de una sociedad que ya ha perdido contacto con sus raíces naturales y familiares, y con la excusa del terremoto como motivo argumental, nos cuenta siete historias de protagonistas a los que un acontecimiento inaudito coge por sorpresa y provoca una revolucionaria crisis en sus vidas. En mi opinión, en este libro encontramos ejemplos del mejor Murakami, e historias como «Todos los hijos de Dios bailan» demuestran la pericia narrativa del autor a la hora de introducir jugosas anécdotas en la vida de un mediocre japonés para explicar todos los hilos ocultos que, entre sus familiares y amigos, se habían tejido insospechadamente y que acaban por desatar el conflicto narrativo. En otras historias, como «Rana salva a Tokio», trata de alumbrar mediante la fantasía las extrañas conexiones que entre los terremotos, la naturaleza y las ciudades se ocultan. No podremos darle una explicación racional a lo que sucede en este relato, pero posee tal coherencia que creeremos en la existencia de fuerzas irracionales de voz telúrica tras todo acontecimiento importante en la historia de los colectivos humanos. Lo maravilloso es que en la pluma de Murakami todo lo narrado acaba resultando creíble y verdadero, aunque nos cueste imaginar a qué nivel de realidad pertenece.
Este breve muestrario es sólo un ejemplo de lo que las letras niponas pueden conceder a cualquier lector. Japón siempre será un país culturalmente opulento que, sin embargo, no dejará de servir de inspiración para recrear las consecuencias de las guerras, los desastres, las soledades y otras hondas miserias de toda la humanidad.
MARIA JESUS LOPEZ dice
Benito, ¡felicidades por tu artículo! No has podido darle mejor nombre, “literatura de la crisis”. Estas obras son imprescindibles para comprender una época convulsa de la historia de Japón y los sentimientos duales que esto generaba. Muchas gracias.
iñigo dice
Qué bien expuesto. Este año, tengo pensado leer ” La casa de las bellas durmientes”, de Kawabata. Gracias por animarnos.
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