Había anulado la inscripción. Eran mis últimos días de gimnasio. Un poco de “cardio”, seguido de un rato de yoga y para rematar… SPA, acrónimo latino de Salute per Acqua. ¡Marchando salute!
Lo primero, un turco con olor a menta. Un vaho sofocante te humedece. Entre vapores, la piel se descama, mientras intento mantener la temperatura del cuerpo con una bolsa llena de hielo picado en los pies. El ambiente se espesa con la niebla y sólo acierto a ver la silueta de alguien tumbado en la esquina opuesta. Cierro los ojos y… me dejo llevar. Ciento y un mil poros abiertos en un estallido sincrónico sacan del cuerpo ese líquido que no sé qué contiene. Da lo mismo: sobra.
Me tumbo y el esfuerzo físico se reduce a casi cero. Respiro profundo y no llego, me ahogo. “La boca abierta al calor, como lagartos” que dice la canción. Decido que es suficiente, pues la piel ya está como una seda; hace un tiempo, esto podría haber sido el preludio de una eterna noche de amor.
Ahora hago yoga.
Salgo al exterior sofocada. Cuando cruzas el umbral, sólo esperas que nadie te mire, pues tu expresión se podría parecer a la de un recién nacido al abandonar el útero materno. A continuación, me meto en la ducha alterna. Chorros de agua caliente y fría se suceden de abajo arriba. De una amorosa entrega total paso a sufrir espasmos y boqueo como un pez sin agua. En definitiva, viajo de la voluptuosidad de aquellos antiguos baños turcos a la dureza espartana de los vikingos. Y dicen que esto es muy sano.
Algo hay de verdad, pues me tumbo en una hamaca y parece que mi cuerpo no está, o yo no lo habito. Me siento llena de energía y relajada. La sensación es maravillosa, no me quiero mover y no me puedo mover. Los músculos no responden al mandato de regresar a este mundo y me doy más tiempo, no tengo prisa alguna. Disfruto de este instante.
No pierdo de vista la piscina que, con su burbujear, me atrae como el canto de un “sireno”. Este sonido también calma y siento que el cuerpo que entró por la puerta, distendido, pero aún con algo de tono, ha derivado en ameba que, por simple instinto, repta hacia el agua.
Blup, blup, blup. Silencio.
La puerta corredera se abre. Dos amigotes, en animada y estentórea charla, hacen su entrada. Debería haber en estos lugares, como en los hospitales, carteles con la foto de alguien exhortando al silencio. Solución: me sumerjo bajo el chorro a presión que se estampa contra cuello y espalda, y casi no puedo mantenerme en pie. Pero qué gozada, duelen las cervicales y me siento un puntito masoquista, pues es un dolor que gusta y alivia.
El alboroto me ha dado el grado de coraje necesario para salir de allí, pues ya sabes lo que te espera en cuanto se abre la puerta: la diferencia de temperatura es brutal. Bajas al vestuario y en la ducha entras en calor.
Completamente vigorizada, salgo de ese milagro casi como desfilando y, sin saber cómo ni por qué, mi cabeza rebota de forma estruendosa contra el suelo, mientras mi instinto encoge de golpe todos los músculos, a modo de ejército que acude, como un solo hombre, al auxilio de su coronel en peligro.
Dolor, fortísimo dolor en la cabeza. No me he desvanecido, estoy consciente, pero me tumbo en el suelo. ¿Quieres que avisemos? Apenas acierto a pronunciar un sí desmayado… Me voy levantando poco a poco entre temblores y me separo del gran charco responsable. Habría sido mucho más fácil de otro modo, pero no había una mano que acudiera en mi ayuda, tampoco me cubrieron con una toalla. Ya de pie, y con mucho frío por el traje de baño mojado, me fui vistiendo a cámara lenta. Me temblaba todo el cuerpo, incluido el nudo en la garganta que, en un acto de lesa traición, hizo que afloraran lágrimas a mis ojos. Yo sin fuerzas, ellas sin compasión, mientras comentaban el golpe. Una monitora llamó a la ambulancia.
El cuerpo constreñido y magullado, pero el alma… Al alma le llegó su hora cuando la oscuridad de la noche se poblaba de interrogantes. ¿Qué tal si fuera por la vida más consciente? Un dicho alemán recomienda: haz lo que haces. Es decir, estate en las cosas.
¿Y si hubiera caído de otra forma? Nos creemos algo, pero frágil, muy frágil es la existencia de todo lo que vive. ¿Será que tenemos un guión y un tiempo cierto asignado? ¿Será todo fruto del azar? No lo sé.
Ayer falleció una amiga de hace tiempo. Tenía mis años. Ninguna muerte como esta me ha estremecido tanto, pues apela directamente a la mía. Su mirada me vapulea, me reta y su aliento me dice que sí, que existe también para los de mi edad.
Hay vidas que duran lo que un folleto, algunas son como la Enciclopedia Británica, otras van fluyendo como esos libros que se escriben alegres y de corrido; sin embargo, otras quedan varadas como veleros en medio de la calma chicha, hasta que un soplo les alienta a continuar.
No conozco mi número de páginas.
En un instante, los dados se pueden tornar adversos.
Mónica Arostegui
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- En un instante - 22 noviembre, 2016
Fernando Aróstegui dice
Qué precioso relato!!. Escrito con gran sencillez, no exento de profundidad, y un estilo muy especial.
Bravo por Mónica Aróstegui.
Soledad Domínguez dice
Lo leo y en mi cabeza resuena tu voz. Me gusta este cuento por su humor, por la sencillez con la que está escrito y por ese final que lo realza. Gracias. Un abrazo.