El caos reina sobre la mesa del salón: un minúsculo lapicero, el portátil y su pantalla- víctima de un puntapié, sujeta con esparadrapo al teclado-, un bolígrafo con poca tinta, y el cuaderno repleto de cuadrículas en las que encajar palabras.
Difícil tarea, la de escribir.
¿Cómo ordenar las imágenes inconexas de mi mente?
¿Qué coreografía y banda sonora serían las adecuadas para lograr una grata fluidez?
Toda esta anarquía necesita una partitura dirigida e interpretada por un virtuoso. Pero este duende dotado de superpoderes, ¿dónde se esconde? Lo he buscado en todos los recovecos de mi casa, hasta debajo de la cama, pero en ninguna habitación lo he hallado.
Como aturullados flashes, las ideas estallan en mi cabeza, la música clásica que suena de fondo en la radio se entremezcla con esos fogonazos, y en ese instante de debilidad, el Señor del Auténtico Desorden se adueña de mi voz interna y de la que intenta escaparse de entre mis dedos. No necesito un espacio propio para sentir cómo las musas se acercan a golpearme con su varita mágica, las posesiones son para los valientes aguerridos, que se vanaglorian de poseer; los cobardes nos conformamos con apretar el lapicero en ángulo imposible y esperar que el desfile deshilvanado de pensamientos comience a cobrar sentido. Poco a poco, la danza de palabras encuentra su ritmo en la cadencia de la melodía radiada. Por fin, se abrazan- creación y escritura.
La orquesta de la radio se ha detenido. Comienza un tímido afinar de instrumentos, se ejercitan los músculos internos. Los músicos están preparados, y el director… en un rincón apartado. La batuta en la mano, el brazo estirado, dispuesto a introducir las primeras notas. Un pánico de principiante comienza a subir por sus piernas y culmina en la raíz de sus muñecas.
El ruido de la estática me rodea en ese momento. Me hago chiquitita, muy pequeñita sin el acompañamiento musical.
El director, paralizado, intenta colocar la partitura en el atril. La expectación creciendo y su luna menguando. Abandona el escenario presa de una necesidad imperiosa de fundirse con sus miedos. “Huir es de cobardes, huir es de cobardes…” le susurran a su espalda. El viento lo zarandea, la lluvia resbala por su barba. Llora con rabia mientras tiembla por dentro.
Muy minúscula me siento. El lapicero ha resbalado de mis dedos. Con un suave tintineo sobre la madera rebotando lo he dejado.
Fuera llueve.
En el coche me he metido para huir de lo que no escribo. Árboles ocres me saludan por las ventanillas. ¿Qué tiene el otoño que colorea de marrón rojizo y amarillea mis sentimientos? ¿Por qué provoca mi llanto? La inseguridad late en mis sienes: “corre timorata, corre… no vaya a ser que te alcance.”
Aparco el vehículo frente a la gigantesca torre que engulle la ciudad. Quiero ser comida, devorada y escupida. Recuperar mi equilibrio. En estas construcciones, los cobardes nos camuflamos bien; las personas se agitan como abejorros con propósitos definidos, y nosotros las observamos con deleite, siempre inventando sus vidas. Con hechos cotidianos fabulamos y, a veces, incluso la inspiración nos acaricia como un amante novel.
En la recepción me topo con un tipo seco, frío. Sin verme, me mira. Los dos mojados. Un saludo lacónico y un par de dedos rozándose al pulsar el número quince.
¿Dónde estamos?
Escondidos en el piso trece.
Encerrados en un ascensor averiado.
La claustrofobia se adueña de mi cuerpo. Reconozco, también, el terror en mi compañero de viaje. Está en el suelo, acurrucado como un bebé desprotegido. Cierro los ojos para aplacar los latidos de mi corazón e igual que una heroína le agarro de la mano. Bebo las gotas de lluvia que cuelgan libres por su barba. Aproximamos nuestras bocas para rozar nuestros labios. Me pierdo en sus ojos entornados, y al despertar los míos, me veo abrazada a una ilusión.
Él continúa sentado. Yo sigo de pie, el pelo húmedo pegado a la cara por donde se escurren gruesas lágrimas. De su barba tintinean, aún, las gotas. Quizá se hayan besado nuestras lluvias. Los valientes habrían sellado con un beso sus bocas, se habrían adueñado del momento. Los cobardes, simplemente, disfrutamos con la imaginación de los hechos no acontecidos.
No penséis que aquí termina todo. Todavía hay más renglones por leer. Yo os invito.
Él abre sus ojos, me mira, se fija en mí, va más allá de lo que su vista abarca. Me hundo en esos dos pozos, pero… choco con sendas placas de hielo. “Lo siento, majo, hoy no he traído el martillo.” “¿De qué manera paso a la otra orilla?”. Me derrumbo a su lado. Dos seres diminutos atrapados en un minúsculo espacio, respirando la misma atmósfera cargada de frustraciones.
El hombre se pregunta “¿Cómo comprender lo que no entiendo y cómo desprenderme de lo que tan bien comprendo?” Desabotona su chaqueta y del bolsillo interior saca una batuta. Se gira hacia mí, alza su mano derecha e interpreta para un público atento su partitura. Reproduce, con meticulosidad de artista, los sonidos que sólo él escucha. Me toca con las armonías que hábilmente gesticula. Contagiada, del fondo de mi bolsillo recupero un olvidado lapicero, libero de mi bolso unas humedecidas hojas y comienzo a desgranar el concierto.
Entonces es, cuando verdaderamente le beso.
No hay martillo más poderoso que la cercanía de dos cuerpos.
En el piso trece la futilidad de un instante se ha hecho eterna. Por fin, unos cobardes, con los pies fuera del tiesto, han sido dueños de un espacio.
El acento mal puesto, la nota disonante, lo ha provocado el ascensor al recuperar el movimiento.
En el suelo, completamente desinhibidos, dos ilusiones han sido una.
Como hemos podido, nos hemos recompuesto. Su barba seca. Mi cabello enmarañado.
“¿Cuáles son tus piernas?”
“¿Dónde están mis brazos?”
La batuta rodando por el suelo al encuentro del lapicero.
Nos reímos como seres enloquecidos. Un paso en el vacío y no, no nos hemos caído. ¡Vaya logro! Por fin victoriosos.
Dos ausentes entrelazan sus manos. En el piso trece se han conocido y… en el quince han desaparecido.
Fuera llueve.
Itziar Ruiz Ortega
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