Los niños esperaban al mago muy excitados, y yo también, la verdad. De niña nunca me llevaron a ver ningún espectáculo de magia, así que los únicos magos que había visto en mi vida habían sido los que salían por la televisión.
A este lo encontré en una web cuyo nombre era “www.hagomagiaconlosprecios.com”. La crisis, ya se sabe. Mi marido no desperdiciaba ocasión para burlarse de mí: “Nada por aquí, nada por allá”, me hacía con la servilleta mientras comíamos, y después llegaba su carcajada. Mis hijos se morían de la risa porque disfrutan cuando su padre me ridiculiza delante de ellos.
Nos dijo que vendría media hora antes de la fiesta con el fin de preparar la habitación y cambiarse de ropa. Sonó el timbre. Los niños corrieron atropelladamente por el pasillo, empujándose para ser los primeros en recibir al mago. Como siempre, la pequeña salió malparada, se golpeó contra la pared y empezó a llorar desconsolada, mientras Jaime abría la puerta: “¡Mamá, mamá, ya está aquí el mago, el mago!”. Llevaba dos maletas grandes, rígidas, viejas. Me pareció mayor para trabajar en esto, acaso un mago jubilado, pero qué sabía yo de magos. Le hice pasar y cuando su mirada se cruzó con la de mi hija, esta se sorbió los mocos y de golpe paró de llorar.
Lo llevé hasta la buhardilla donde ya estaba preparada la merienda. Quince niños vendrían para celebrar el cumpleaños de mi hijo. Cada año resultaba más caro hacerles felices, y sorprenderles, mucho más difícil. Los amigos fueron llegando uno a uno con su respectivo padre o madre: “Sí, eso es, sobre las ocho y media puedes venir a recogerlo”. Cuando entramos en la habitación, el mago se había vestido de mago, de negro, con su capa, chistera y varita mágica. Estaba de pie junto a una camilla con estructura metálica en cruz. Había colocado un biombo tras él de color blanco que resaltaba aún más lo oscuro de su atuendo y un foco lo iluminaba desde lo alto. Cuando nos hubimos sentado todos en el suelo, encendió un radiocasete antiguo. Mis hijos no habían visto nunca nada igual. Mi marido, sentado en primera fila, sujetaba a mi hija Rebeca entre sus piernas.
El primer truco fue uno de cartas. Pidió un voluntario y la mayoría levantó la mano. El mejor amigo de Jaime salió sin esperar, más chulo que un pavo real. Se encuentran en esa edad desafiante en la que todo les importa poco y te lo hacen saber con sus caras displicentes. El mago le hizo elegir y guardar una carta en el bolsillo trasero del vaquero, que más tarde tendría que adivinar. Después de barajar multitud de veces y efectuar parafernalias varias, el mago pronunció: “Es el tres de oros”. El chico sacó su carta del pantalón y antes de mirarla, se la mostró al público. Algunos pusieron cara de sorpresa. Yo no llevaba las gafas puestas así que no podía verla. Nadie decía ni una palabra. El niño giró la carta y la miró.
—¡Toma! ¡Te has equivocado! —gritó arrogante mientras hacía un gesto con el brazo como si hubiera metido un gol—. ¡Es el siete de copas!
—No —respondió el mago—. El tres de oros es la carta que tienes en el otro bolsillo de tu pantalón.
La cara del chico cambió y yo me alegré por el mago. Cuando alguien pone en su sitio a estos niñatos me digo que todo va bien.
Siguieron varios trucos con cuerdas, pañuelos, sombreros…El mago parecía no divertirse y los niños, tampoco. Algunos bostezaban y otros habían comenzado a cuchichear al oído palabras que les producían risas. De pronto, la cinta se quedó enganchada en los cabezales y el mago tuvo que parar la música. En ese momento,
pidió silencio para anunciar el truco final.
—Ahora, querido público, voy a efectuar el truco de magia más peligroso de la historia de los magos, algo que muy pocos se atreven a practicar. Y para ello, pido al chico del cumpleaños que salga al escenario y se tumbe en esta camilla.
Jaime se levantó y mirándonos, hizo un par de reverencias alzando sus dedos con el gesto de victoria. Ya tumbado en la camilla, el mago explicó lo que iba a suceder a continuación. Sacaría una sierra mágica y cortaría a mi hijo en dos mitades. Por un instante, veríamos su cuerpo seccionado.
Comencé a preocuparme. Ya había visto algo así en la tele pero no recordaba en qué consistía exactamente. El mago colocó un cartón duro, de color rojo y doblado en tres partes sobre Jaime cubriéndole por completo. Mi hijo había perdido esa expresión de sobrado y parecía serio, aunque yo sabía que lo que estaba era asustado, como también sabía que antes morirse que demostrarlo. La sierra hizo su aparición y de mágica, no tenía nada. Era dentada, larga y con una empuñadura de madera. La alzó y nos la enseñó girándola por las dos caras. Pensé que ese hombre era un completo desconocido. Ni siquiera había dicho que después de cortar en dos a mi hijo lo volvería a juntar. Noté un calor repentino. Miré a mi marido, que sonreía, pero eso no me tranquilizó. Me vino a la memoria la primera vez que enseñó a montar a Jaime en bicicleta y sus negativas a mi propuesta de que se pusiera un casco. Aquella mañana terminamos en urgencias con cinco puntos de sutura.
Deseaba subir al escenario a por mi niño pero él nunca me lo perdonaría. El mago seguía con la sierra levantada.
—Y ahora las palabras mágicas: ¡Que le corten la cabeza!
Se hizo un silencio en la habitación. Los niños se miraron sorprendidos. Tras unos segundos, mi marido gritó entusiasmado: “¡Sí, que le corten la cabeza!”
Y entonces, los niños gritaron al unísono ¡Que le corten la cabeza, que le corten la cabeza! Rebeca se puso a llorar. La sierra estaba a la altura del cuello de Jaime. La apoyó sobre el cartón y comenzó a moverla de delante hacia atrás. Esta se le quedaba trabada y estirando hacia él, la volvía a sacar repitiendo los mismos movimientos. Raca-raca, raca-raca…
Volví a mirar a mi marido y este me miró a mí. Me levanté y comencé a gritar: “¡Ya basta, ya basta!” El mago seguía moviendo la sierra, indiferente y sin alzar la mirada. Mi marido apartó a la niña y de un salto, se dispuso a abalanzarse sobre el escenario.
Entonces, después del siguiente vaivén de la sierra, la estructura de la camilla cedió y un extremo de esta se vino abajo. Mi hijo quedó con la cabeza en el suelo y las piernas en alto y todos empezaron a reír como hienas.
Ana Egea
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