A las mujeres vulnerables, a las anónimas, a las que sostienen entre sombras de la domesticidad el escaparate donde otras y otros exhiben su fe en el éxito y el progreso.
La voy a amarrar fuera -dijo esa tarde su hermano mientras se dirigía al corral-, porque aquí dentro se caga y a la hora del desayuno llega la pestilencia hasta el comedor.
La niña le suplicó que no lo hiciera. Sin embargo, ¿qué podía interesarle al hermano lo que pensara una apenas mujercita? Sin titubear, desató al animal, y lo cogió del cogote. Bolita peluda de color amarillo y dos piedritas verdes como ojos. Seguro que ni al kilo llegaba. Llorando, la niña lo siguió.
– No la lleves, Pochito, por favor, no… buuu-uuu… Pochito, no… va a llover y se va a mojar.
– Caramba, la voy a amarrar debajo del overal. Y le pondré su cama allí… Y no sigas fastidiando porque te voy a dar un buen cocacho. Ya está, perra sucia, quédate aquí -añadió mientras la tiraba al suelo y corría a atarla.
La pequeña se quejó con papá, el único que se declaraba su aliado incondicional y la sacaba de líos. Pero él nada pudo hacer. Tampoco podría luego convencerla de que cenara.
Agazapada en la oscuridad, espantaba sus lágrimas pestañeando. Lloraba en silencio. El menor ruido podía delatarla ante su hermana, y entonces ella se sentiría más diminuta frente a tamaña mujer. También ella quería mantener su porción de poder. Y no era decente que su hermana la viera llorar así, exagerar, claro, por lo sin importancia. Porque ella también quería ser grande. Y decente. Se esforzaba a diario. Copiaba ademanes y gestos, acciones, pensamientos. Jugaba a la comidita, a la profesora exigente, a la madre sacrificada, a la buena esposa. Solo la risa era suya. Lo intentaba.
Pero sus intentos eran desarmados por el manotazo de su hermana o por el ajustón que su madre le pegaba llenándole de trenzas la cabeza. Prohibido coquetear. Y así, como en la historia de Sansón, su fuerza disminuía. Por un tiempo.
Esa noche se sentía débil, atada también al árbol al que habían condenado a su muñeca. No. Era más que una simple muñeca. Era tan real el juego esta vez. Y entonces, buscando algún agujero de luz en el tejado, dirigía sus pensamientos hacia esa pequeña hija adoptiva: Tendrá frío. Tan solita, la pobre, chiquitita, rechazada por haber nacido hembra. Maltratada hoy. Solo yo podía protegerla, como cuando la encontré muriéndose entre esos matorrales. Pero le he fallado esta vez. Y mi papá también. Mi papá… hasta él. Y solo por hacerle caso a mi hermano. No, mentira… ¡a mi mamá, y a la vieja de mi hermana! ¡Son horribles todos!
Eso pensaba mientras, de cuando en cuando, se secaba las lágrimas con la manga de su ropa. Jadeantes vueltas, vueltas estériles sin fin alrededor de esa picota. Hasta que el peso de ser madre la venció y se durmió.
Hacia la madrugada, los gritos de la hermana la despertaron. Le ordenaba al hermano ir a mirar, pues se oía una pelea de perros. La niña saltó de la cama y corrió. Cuando llegó, ya su hermano estaba allí, espantando a los animales. Sus ojos la buscaron, allí estaba ella, derrotada, con sus ojitos entreabiertos y su aullido que se iba volviendo gemido entrecortado. Se abalanzó y la recogió, la acercó a su pecho, como queriendo protegerla mientras le daba besos cargados de culpa.
Por un momento compartieron sollozos. Lágrimas de algún mal agüero. Y sangre escurriéndose en el pecho de un pajarito. Un destino.
Hasta que esa bolita amarilla y suave cesó de latir.
– Mírate, mojada y llena de barro -se atrevió a decirle la hermana, intentando recuperar su autoridad.
–Déjame aquí, déjame… Se ha muerto… ¡Se ha muerto! ¿No lo ves?
Los odio, los odio… a todos!
– ¡Obedece! -le increpó el hermano, mientras le arrancaba el cadáver del cuerpo y la obligaba a levantarse tomándola del brazo. – ¡Tanto llorar por una perra! – concluyó enojado mientras la empujaba hacia el chorro de agua que caía de las tejas.
No se debe llorar por las perras, escribió en su memoria la niña mientras su hermana la echaba en la cama.
Titular siniestro de una trama que la pequeña empezaría a tejer con fibras de su propia piel hasta hacerse mayor:
Que mejor suerte tienen los perros. Buenos para las cacerías, o para señores guardianes. Sementales…
A las perras, atarlas lejos, bien unas cosquillas. Más nada. Ni saludos, ni flores, ni despedidas. Morir, al fin, arrojadas a la hoyada, sin las pompas del duelo reservado a lo decente.
Malvina Cruz Rentería
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