Se llama Juan Emilio. Tenemos 6 años. Indicar la edad por primera vez con las dos manos se ha convertido en un hito en nuestras vidas, vidas que imaginamos largas y prósperas. Estamos en el primer curso de E.G.B. y, aunque nos sentimos “mayores”, nadie nos ha preparado para el mundo que nos rodea. Recientemente, unas inundaciones han acabado con la vida de 34 personas y hemos comenzado las clases extrañadas, con cuadernos mohosos y retorcidos, entre paredes marcadas por el agua y el barro.
Su padre, como tantos otros desde tantas otras partes, había llegado desde Extremadura con nuestra misma edad y se había instalado en un barrio obrero de esta ciudad escombro -“ciudad retrete” como dicen algunos-, de esta ciudad gris llena de suciedad, litronas, tubos de escape, droga y chimeneas. Éxodo rural, lo denominan en los libros de texto.
Estudiamos en un centro público que había sido dirigido por monjas durante el franquismo, las mismas que nos enseñan ahora a escribir mimamámemima y a sumar. Desde la transición, una enorme hiedra había comenzado a ocultar los signos religiosos de la fachada frontal que aún siguen ahí, rebeldes, a pesar de todo. La hiedra parece extenderse con la misma aparente ilusión que la de la recién inaugurada democracia, y corroe la fachada del mismo modo que los políticos lo hacen hoy con una nueva sociedad que, en realidad, es la misma.
Dibujado a gran tamaño en el centro del patio, el acrónimo de la fábrica hace las veces de rayuela. AHV. Altos Hornos de Vizcaya. Allí estudiamos las hijas e hijos de los trabajadores. A pesar de la edad, tenemos cierta conciencia de que el nombre propio indica mucho más que el conjunto de caracteres con el que una se presenta ante los demás. Si tu padre trabaja en horario de mañana sentado en la oficina y tu nombre es Mercedes, tus compañeros te llamarán “Mercedes” con todas y cada una de sus letras,
vestirás de marca y podrás viajar. Si tu padre es obrero a turnos en el “escampao” y te llamas así, ineludiblemente serás “Merche”, veranearás en el pueblo, tendrás beca escolar y, ocasionalmente, piojos. Nuestras madres aún no se han incorporado al mercado laboral remunerado, pero se desloman a trabajar los 365 días del año y no se van a jubilar nunca.
En el colegio hay muchos niños y niñas con nombres compuestos. Ana Isabel. Como si detrás de aquellos nombres se escondiera un tímido “por si acaso”, una incapacidad para ejercer la libertad y elegir uno solo. Carlos Hugo. Como si el nombre compuesto aumentara la entidad ontológica de su portador o portadora. María Belén. Como si su carácter doble pudiera extenderse ostentoso y ocultar el origen humilde y precario de su concepción. Victor Enrique. Un origen que se autoevidencia con la prematura alteración y conversión de aquellos nombres en diminutivos prosaicos como Chemi, Marijo, Paqui, Toño o Anabel.
Juan Emilio ha heredado el suyo de una saga irrompible de Juanemilios. Hace frío y llueve de forma coherente con el suelo existencial sobre el que caminamos en el día de hoy. “Se ha muerto el padre de Juan Emilio”, me comunica mi madre sin más explicación. “El funeral es a las siete de la tarde en la Iglesia de Santa Teresa”. Yo no se lo que es un funeral o por qué ha muerto esa persona, pero tampoco me atrevo a preguntarlo. Hasta este momento la muerte ha sido algo tan absolutamente ajeno a mi realidad como el noúmeno kantiano. Recuerdo de repente que, ocasionalmente, los adultos hacen alusión a la muerte con expresiones que consideran apropiadas para nosotros cada vez que infravaloran nuestra capacidad intelectual. “Si te caes, te harás papilla”. “Las personas van al cielo”. Cosas así.
Tampoco acabo de entender por qué tengo que acudir al funeral. Al fin y al cabo, mi relación con Juan Emilio es mínima. Mi apellido empieza por la G y el suyo por la S, un abismo infinito en aquellas aulas escrupulosamente organizadas alfabéticamente. Sin embargo, una amalgama de curiosidad, morbo y angustia me impelen a obedecer sin rechistar. Un silogismo escatológico se ha formado en mi mente y la conclusión de sus premisas es que mis padres podrían morir igual que el padre de Juan Emilio. Es la primera vez que la muerte se perfila como una posibilidad real, como el horizonte ineludible de toda existencia.
La iglesia está lejos. Para llegar a tiempo, tenemos que atravesar varios lugares oscuros en mi mente infantil. Lugares de muerte. Real y figurada. El primero de ellos se llama Trastevere. Un puticlub. La fachada es de mármol negro con espejos y la puerta siempre está cerrada. Casi todos los días paso por delante al salir del colegio, porque es parte del trayecto hasta la pista de atletismo. Cada vez, inexorable, un escalofrío de miedo me recorre verticalmente si veo la puerta oscilar. Temo que puedan raptarme, que pueda acabar como aquellas mujeres que imagino retenidas contra su voluntad, intimidadas por hombres perversos y malévolos que nada tienen que ver con las personas que yo conozco. El terror que siento se entrelaza con el desconcierto que me produce ver, a unos escasos metros de allí, a las señoras que hacen cola con sus carros para abastecerse en la tienda del barrio, como si la realidad del mundo avanzara deliberadamente ciega ante aquel sitio demoledor. Yo no sé lo que es el sexo ni el consentimiento pero, de forma intuitiva, reconozco en aquel local una discordancia con el resto de un puzzle urbano que, con el tiempo, no me resultará tal. El alcoholismo, la decadencia moral, la desilusión, la alienación y la morriña encajan perfectamente con el universo que esconde el Trastevere, pero yo aún no me doy cuenta.
El otro lugar terrorífico por el que tengo que pasar se llama “Parque de los Hermanos” y es un gueto para todos los yonquis de la ciudad. En no-lugar maniqueo que ha transmutado su significado y su valor. Por la única zona verde de esta ciudad-retrete deambulan pieles y huesos nerviosos y sin conciencia de ser algo más allá que una urgencia. Los yonkis se pinchan heroína sentados en los columpios. Debajo del tobogán. Apoyados en el tronco de una palmera desubicada y distópica habitada por gorriones. Los montones de jeringuillas se ven desde las verjas que delimitan el perímetro de aquel parque de hermanos-de-la-droga que han olvidado andar sin tambalearse y hablar sin balbucear. Un parque pensado para el disfrute y la vida convertido en un pozo de adicción y de muerte.
Cuando llegamos a la iglesia, busco con la mirada a Juan Emilio. Su padre ha muerto de repente y no “de viejo” como repite el mantra adulto, es lo único que sé. También me percato de que Juan Emilio no llora. Tiene la mirada aburrida y ajena a las palabras del cura, al murmullo de la gente que se levanta y sienta sin ningún sentido comprensible para nosotros. Al terminar, los adultos hacen corrillos. Abrazan a la viuda. Firman un libro. Se olvidan de nosotros. Juan Emilio y yo, junto a otros niños y niñas de la clase, empezamos a jugar al escondite y al pilla-pilla, como si nada hubiera ocurrido, como si al disimular, pudiéramos revertir aquello que aún no somos capaces de procesar.
Al día siguiente, la profesora rompe la rutina del aula al entrar acompañada por Juan Emilio. De espaldas a la pizarra, anuncia con frialdad que su padre ha fallecido, sin mirarlo. Lo hace como quien anuncia que después haremos un dictado. No hay atisbo de empatía o sensibilidad en sus palabras. Ninguno de nosotros se atreve a decir nada. Juan Emilio, con sus mejillas rojas de incomodidad y vergüenza, se dirige a su pupitre en silencio. El resto, obedientes, abrimos el libro de texto en la página 36.
Naiara Gago Povedano
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- Sobre hiedras y yonkies - 25 abril, 2024
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