En las costa de un caladero de Svatland, mantenía mi cuerpo inclinado en el lado izquierdo de la ventana de mi única habitación. Nada me impedía salir de allí, cruzar el umbral de la puerta, continuar los pasos de mi padre…Mi padre había salido a pescar hace un tiempo, casi remoto ya, a la salida del sol.
Nada le impedía salir de aquella habitación y pernoctar por los alrededores de la casa. Tampoco nada le impedía salir de la isla, pero incluso pudiendo salir de allí, permanecía junto a la ventana, ¿por qué?
La casa…Una casa de madera, desvencijada por el tiempo y por los vientos del mar, esos vientos que olían mal, que atufaban tragedia o mal karma no compensado… Era todo lo que había heredado de sus padres. Eso y las putas ganas de pagar el barco de pesca encallado en la playa, una especie de embarcación que no le servía ni para ir al caladero.
Nada me impedía salir de la habitación, dejar atrás toda mi infancia, toda mi juventud y tomar los pasos de mi madre, retomar el trabajo de la búsqueda de moluscos que ella había abandonado, intentando buscar algo de comida.
Me repetía, una y otra vez, a mí mismo que todo sería fácil; que solo suponía un paso más. Levantar los pies, mi cuerpo entero, separarme de la ventana, hacer mi maleta y salir por la puerta.
Nada me impedía salir de aquella habitación de la casa de la isla de aquella ciudad inmune a la belleza del rostro de un niño.
En la taberna todo el mundo ha confirmado mi muerte; toda opinión sobre mi muerte se convertirá en creencia cuando olviden mi nombre.
Ahora, en este estado y sin padre y sin madre, sin identidad, en resumidas cuentas, podría semejarse a cualquier identidad que desease. Podría convertirme en el protagonista de una historia de una novela histórica o ser uno de los personajes de El último mohicano. Me hubiera valido ser hasta el caballo que matan en el río para no dejar huellas o rastro alguno, evitando que el enemigo nos encontrase.
Nada me impide salir, huir disparado de todo este inhóspito territorio, excepto una presencia que no sé describir.
Esa presencia era un algo que corrompía sus noches y que permanecía, desde hacía un año, junto a él en la misma estancia donde ahora estaba su cuerpo inclinado sobre la ventana. La presencia se había pegado a su propia sombra y era una imagen pertinente cuando abría los ojos, cuando los cerraba, o cuando tenían una pesadilla.
No era el fantasma de su padre, no era su madre, y tampoco sus hermanos, porque nunca los había tenido. Tampoco era nadie del pueblo. No era nadie de la isla. La presencia era una imagen de algo que nacía desde el mar.
Vino por primera vez hacía un año y venía desconsolada porque buscaba su identidad. La presencia le contó que era una imagen que pertenecía al principio de los tiempos, cuando el mar era más amplio y la tierra no existía. Era de cuando el hombre era una alimaña y los reptiles eran pájaros.
La presencia le invitaba a quedarse en la habitación. No le persuadía como un canto de sirena o no le atraía como la luz de los seres de las zonas abisales. Simplemente, la presencia le describió su soledad, su búsqueda de identidad y cómo debía quedarse en la habitación.
Mi madre me lo advirtió: no te acerques a eso nunca. Y nunca le hice caso. ¡Qué pena! Hoy pensaba irme de la isla pero la presencia está junto a mí. Me ha recordado que no era Dios, que no era el Diablo o alguna otra criatura de la corte de los semidioses.
Nadie puede demostrar su existencia y ningún folclorista la había pensado alguna vez, pero él sabía que existía. La sentía justo encima de su cabeza. Parecía como si le envolviese, parecía como si le respirase encima, parecía que salía de sus propios lagrimales. La presencia estaba inserta en las uñas de sus pies, en sus falanges, en sus propias piernas.
El otro día, el agente se encontró el cuerpo sin vida del chico, que era hijo del pescador desaparecido. Se pudo confirmar que se había suicidado y que llevaba un año muerto.
Carmen Mª Sánchez
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- La presencia - 25 noviembre, 2014
appleseed dice
¡Exquisita fotografía!