Supo que se había despertado porque alcanzaron su cerebro distintos estímulos auditivos: la cacofonía del tráfico por la ventana abierta; desde la cocina, el entrechocar de la loza, las voces salpicadas de risas de sus compañeros de piso. Sin embargo, no veía nada; entre un párpado y otro había apenas una rendija de claridad. Se llevó los dedos primero al pómulo, debido a un pequeño error de cálculo, y después, por fin, al ojo derecho, y en lugar de pestañas encontró cerdas tiesas de puercoespín. Amalgamándolas, una costra cuyo tacto familiar proyectó en su memoria recuerdos de infancia: tenía conjuntivitis.
Aun sabiendo que sería en vano, intentó abrir alguno de los dos ojos, me da igual cuál, con uno me basta, con un poquito me basta. En aquella oscuridad anaranjada se abrió paso la voz de su madre: calienta un poco de agua, empapa un algodón limpio y ablanda la costra. Con los brazos, como si fuese una azafata, trazó el recorrido de su cuarto a la cocina, pero enseguida comprendió que no podría manipular el microondas a ciegas. No podía pedir ayuda a los chicos, ella, que jamás llevaba un mechón fuera de su sitio: como la vieran en semejante estado tendría que soportar bromita tras bromita hasta el fin de sus días. El baño, decidió, agua caliente sin algodón aunque me escalde las manos. Estaba lejos (¿a cuántos pasos?), pero podría llegar a tientas. Solo entonces, cuando la mano ya había encontrado el pomo y los dedos se disponían a retorcerlo, cayó en la cuenta de que estaba desnuda.
No sin sufrir en el intento algún encontronazo con el mobiliario, desanduvo el camino hasta la cama y deslizó la mano bajo la almohada por si hubiera guardado el pijama allí. Aunque palpó desesperada a un lado y a otro, no lo encontró. Estuvo tentada de arrancar la sábana y envolverse artísticamente en ella como tantas veces había visto hacer en las películas, pero se vio rota en el suelo, las piernas enredadas en la tela que cada vez era menos blanca y más roja: acabaría abriéndose la frente contra cualquier superficie hostil. Con cuidado, se puso de rodillas en el espacio que había entre la cama y la pared y tanteó en busca de la ropa que, según su costumbre, hubiese dejado tirada la noche anterior. Hasta que recordó haberla echado al cesto de la colada.
Tenía que haber algo en la silla del escritorio, situado 90 grados a la derecha. Localizó con los dedos un sujetador y se lo puso, aunque después de varios intentos por abrochárselo comprendió que se lo había colocado del revés, con los aros hacia fuera. En aquella situación, la clave del éxito radicaba en la economía de movimientos y, como las bragas no eran imprescindibles para sus propósitos inmediatos, decidió afanarse en buscar otra prenda con la que cubrir la parte inferior de su cuerpo.
Llegó al armario después de tropezarse con las sandalias, que tampoco le serían de excesiva utilidad. Estaba sudando. Apoyó la frente en las puertas correderas, y encontró cierto alivio en la madera fría. Después pegó el pecho, al que siguió el vientre y, por último, las puntas de los pies. Al contacto con la suave piel del armario, cobró súbita conciencia de sus pezones. No podía verla así. Cierto es que siendo, como eran, compañeros de piso, Juan la había visto en todo tipo de situaciones desfavorecedoras: de resaca, con gripe, en bata en invierno. Incluso sin depilar en verano durante la época de exámenes, pero eso era antes y ahora es ahora.
Ahora era distinto. Él era distinto. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Con ambas manos deslizó las puertas y empezó a recorrer con los dedos los diferentes estantes. Si es que eres un desastre, mira qué desorden, lo tienes todo manga por hombro, volvió a intervenir su madre. Palpó tejidos sedosos de lo que imaginó pañuelos y fulares, mezclados con tejidos elásticos que intuyó camisetas. Quizás ahí hubiese algo. Tiró de una de las prendas, que al parecer se bifurcaba en dos en uno de los extremos: un par de mallas. Buscó la etiqueta con los dedos para evitar ponerse de nuevo una prenda del revés y, tal como sospechaba, hubo de darle la vuelta. Consiguió subirse las mallas, que notó tirantes en la vulnerable entrepierna, y se agachó para coger otra prenda, la primera que encontrase con dos aberturas para los brazos, fuese lo que fuese. Cuando se la puso, se sintió abrazada por un olor ajeno y al mismo tiempo familiar. Casi pudo sentir aquellas manos grandes y callosas recorriendo su espalda, aquellos dedos, que imaginó hábiles, despertando a cada poro de su letargo. Debía de haber metido por error en su cajón alguna camiseta de Juan.
Paula Zumalacárregui Martínez
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