El cura y los mandarines es una historia de las magras élites culturales españolas entre 1962 y 1996, entre la constatación de que no había alternativa a Franco vivo (Asturias, Grimau y el fracaso de Múnich) y la salida de Felipe González de La Moncloa. Por lo que explica el propio Morán, buena parte de la producción cultural en el franquismo no llegaba al gran público y su misión aquí es alumbrar, con más resignación que épica, aquella catacumba espiritual, las dificultades y los riesgos que entrañaba llegar más allá de la árida oferta oficial. Aunque sólo sirviera para tener una idea más completa de lo que pasó, quizás sí se echan en falta más referencias a la “cultura popular” de la época, en un país uniformado por un canal único de televisión, un único servicio informativo para todas las radios y un único periódico los lunes; un país en el que El gran dictador se estrenó con 35 años de retraso.
El relato tiene dos vertientes: la política y la cultural. La política se aparta de la versión oficial de la historia reciente. Los que hicimos la EGB no solíamos llegar al siglo XX español; por falta de tiempo, decían. Así pues, de los años del franquismo, Morán nos hace el favor de recordarnos hechos como la suspensión de la libertad de residencia a raíz del contubernio de Múnich, eventos como los Congresos Nacionales de Moralidad en Playas y Piscinas, o el delirante año 1964, el de la renovación totalitaria del régimen, la celebración de los “XXV años de paz” en Barcelona, la euforia petrolífera en Burgos y el gol de Marcelino.
En el murmullo que ha rodeado a este libro, uno de los puntos salientes es su crítica radical de la Transición. Tal como la cuenta, sus protagonistas pueden clasificarse entre los que fracasaron, como Manuel Sacristán, y los perplejos, como Max Aub –ambos merecen sendos capítulos–; los que tuvieron que emigrar y no les fue mal, como López Aranguren; los inclasificables, como Jorge Semprún o José Hierro; y los que remaron a favor de corriente y después han hecho como si nada. Si la Transición colectiva es la resultante de las diversas transiciones individuales, sume y juzgue usted mismo. Como dice el propio Morán, «que unos hayan puesto más o menos en sordina esa parte de su biografía tiene sus motivos; que nosotros hagamos lo mismo, carece de todo sentido que no sea la candidez».
De esa historia cultural, lo literario se lleva una generosa porción de texto, no sólo por sí mismo sino como transmisor de ideas. A los lectores de La espiral les interesará la crítica feroz al concepto de Generación (del 98, del 27) y la avalancha de referencias literarias que trae el libro, en la que se encuentran joyitas como La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco de Max Aub (1960), el cuento que protagoniza el camarero de mi primer párrafo. A pesar de las diferencias entre el franquismo y la democracia, la relación del mundo literario con el poder –con sus elementos rebeldes aquí y allá– muestra rasgos de continuidad que no mejoran necesariamente con el paso de los años. La presencia de Jesús Polanco en los orígenes de las editoriales Santillana y Taurus –Aguirre una vez más– y años después en PRISA, es un buen ejemplo de ello. Como nodo de cultura y poder, el diario El País se lleva un capítulo entero, del que llaman la atención, ocultos tras la posterior pátina socialdemócrata, sus orígenes a la derecha del espectro político, con Ricardo de la Cierva como principal columnista y un accionariado que incluía a Serrano Suñer.
Dado el peso real y figurado de este libro parecerá una frivolidad criticar sus aspectos técnicos, pero La espiral es una revista literaria y además el propio Morán invita a la crítica al señalar él mismo los problemas sintácticos de alguno de sus protagonistas. En breve, el texto no tiene una prosa fluida y su extensión –está escrito a rachas– no hace más que resaltar este rasgo. Aparte de construcciones y palabras favoritas (como exégeta, acendrado, inmarcesible, bordón o embeleco), digresiones superfluas (recadista, «sesina») o repeticiones innecesarias (Cantabria como neologismo), a veces su sintaxis parece el resultado de escribir como se habla. En cualquier caso, y esto preocupa, el libro adolece del descuido que aqueja al sector editorial en español, un problema generalizado aún más notable en un tomo de estas dimensiones. En el relato de la ruptura con la primera editorial, Morán dejó dicho que se habían leído las primeras y segundas pruebas, pero el volumen de erratas indica que esas pruebas no han podido usarse, o que aquellas lecturas, de haberlas, fueron superficiales (en este sentido, la comparación con la segunda edición de su biografía de Adolfo Suárez es muy desfavorable). En cuanto a errores puntuales, al hablar de Martín-Santos quien conozca el terreno notará la confusión de colegios de San Sebastián (maristas por marianistas, p. 179) y la especulación innecesaria respecto del escenario de Tiempo de destrucción, que Morán sitúa con «absoluta seguridad» en Vitoria (p. 241), cuando por su propia descripción (18 mil habitantes, río-cloaca patrocinado por la industria papelera, el carnaval), y por lo que dicen la biografía de Martín-Santos de Pedro Gorrotxategi (citada por Morán) y el prólogo a la edición original de la novela, ésta transcurre en Tolosa.
Estos errores y la posibilidad de otros –lo contrario sería humanamente imposible– no desmerecen a El cura y los mandarines. La guerra civil es un episodio que merece toda la atención que ha recibido en los últimos tiempos, pero fueron tres años frente a estos 34 que abarcan desde el ocaso del falangismo al del felipismo, del centralismo a la disgregación, con una historiografía patética –aún no se sabe exactamente quién asistió a Múnich y los archivos del Movimiento fueron incinerados en 1977–, que urge estudiar. Este es un libro fascinante de una extensión y densidad abrumadoras, a medio camino entre la historia y el periodismo, cercano en ocasiones a lo amarillo, y provocará dudas ante tanto juicio categórico sin glosa. Con parte del material recuperado de libros anteriores, tiene mucho de compendio, de aluvión de nombres, pero como repositorio de pistas a seguir es indispensable y, como retrato puntillista de una época, con sus pliegues y arrugas, se percibe real.
Aquilatar los sueños, y achicarlos tanto que acabaran por ser un patético remedo de la ambición primigenia. Eso daba al mandarinato unas dosis de cinismo y descreimiento que quizás fueran la característica más notable de esa generación, su impostura. Nadie era del todo y en verdad, fundadamente, lo que aparentaba ser.
Gregorio Morán, El cura y los mandarines (p. 786)
Al principio hablaba de las conversaciones de los emigrados sobre el país. Una conclusión habitual, vaga y derrotista, suele ser la de que siempre hemos sido así, que somos presas eternas del antiintelectualismo y las oposiciones amañadas. Aunque cabría esperar lo contrario de Morán, éste se detiene a detallar historias como la de la “Carta de los 102” –esos tantos intelectuales retratándose ante la represión franquista ¡en 1963!– o la de este artículo de Sánchez-Ferlosio. Este libro sirve también para recordar los lapsos de consciencia del mundo cultural español y mantener, aunque sea moderado y con reservas, el optimismo.
Fernando Ortiz de Urbina
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- Aquellos polvos - 9 diciembre, 2015
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