Un domingo excepcional
Ha salido un día tan maravilloso en este otoño aturdido por los negacionistas del cambio climático, que he decidido hacer algo especial.
He llamado a mi amiga Rosa sin espinas, para ver si le convenía que la visitara.
Ella vive en el paisaje castellano, a los pies de un macizo imponente que en su día, hace millones de años, era un precipicio que daba al mar.
Se llama la peña de la Madalena.
Impresiona pensar que en plena provincia de Burgos, todo estaba tapado por el océano Atlántico.
Cuesta creerlo pero es verdad.
Y se nota.
Hay algo especial en ese aire puro de montaña.
Mientras conducía por la autovía he notado el cambio al salir de Vizcaya.
Es otro ambiente.
Dejo atrás los horribles pinos insignis que tanto afean y estropean el paisaje y me sumerjo en parajes de árboles autóctonos, robles y hayas que con su sola presencia ennoblecen el lugar donde se encuentran.
La arquitectura de los pueblos no vale nada pero la grandeza de las altas montañas eleva mi pensamiento.
A pesar de estar en Castilla, el verde permanece intacto todavía y la altura de esas peñas, que en su día eran acantilados, dramatiza el panorama.
Mi amiga vive en un pueblo que se llama Bercedo.
La ilusión de su vida era encontrar un lugar en el que poder vivir tranquilamente, sin grandes gastos ni preocupaciones y a poder ser, en plena naturaleza.
Lo ha conseguido.
Cuando murió su padre heredó un poco de dinero, lo suficiente para encontrar ese rinconcito en Bercedo, un pequeño y encantador apartamento en el que tiene lo que necesita para sentirse a gusto.
Enfrente, la estación del tren y un poco más lejos la parada del autobús.
Un barcito para tomar el café, leer el periódico y encontrarse con amigos que van cayendo por allí para encontrase con ella, pienso yo.
Pasea cada día.
Le regalan setas, manzanas, hace mermelada, está bien surtida. Y todo, de la mejor calidad.
Siempre disfrutando porque en ese lugar mágico, todo cambia cada día.
Cuando la visito, solemos ir a comer a los lugares que ella conoce y me gusta el plan.
La gente es amable, la comida castellana, más rotunda que la vasca y tengo la sensación de que los lugareños son más recios que los vascos.
Casi siempre que voy me pierdo, pero no me importa mucho, porque así me familiarizo con una zona geográfica que no estaba en mi agenda, pero que a medida que conozco, me sorprende y atrae mi atención.
Pronto tendré que investigar las plantas curativas que crecen al lado del río y tengo intención de ir ampliando mis conocimientos sobre le merindad de Montija.
A Baudelaire y a mí nos aburre la escultura
“Podemos observar que todos los pueblos tallan muy diestramente fetiches mucho antes de abordar la pintura, que es un arte mucho más alto y de razonamiento profundo y cuyo goce mismo exige una iniciación particular”, escribía Baudelaire.
Me ha encantado enterarme de que a Baudelaire le parecía aburrida la escultura.
A mí me pasa lo mismo, pero no me atrevía a reconocerlo.
Notaba que no sentía nada cuando dibujaba con carboncillo las estatuas griegas y me quedaba fría en los museos, ante las grandes y famosas estatuas que se exhiben arrogantes, ajenas al tímido paseante que no sabe qué pensar ni qué decir, entre esos gigantes que ocupan el espacio infinito.
No hablemos de los millones de esculturas que te acechan en las calles de las ciudades post modernas que presumen de favorecer las artes y la cultura.
¡Qué horror!
Me reservaba la opinión y trataba de no mirar para que no me estropeasen la vista de un árbol milenario en un jardín precioso, solo profanado por esas especies de bultos deformes colocados sin piedad.
Las detesto.
De repente surge alguna con cierta gracia como la que han dado en llamar “La patata” de Andrés Nagel, que la cambian de sitio todo el tiempo porque no saben qué hacer con ella.
Recuerdo con alegría una exposición de Calder en el Guggenheim de Bilbao, cuando casi no había gente y disfruté de un sentimiento delicado, casi zen.
Las esculturas de Calder no están quietas, tal vez los móviles no se consideren esculturas.
El movimiento les otorga un encanto especial.
Me gustaron unas esculturas de Baselitz que estaban expuestas temporalmente en el LACMA(1).
Eran como figuras de madera cubiertas con tela de flores, creo recordar.
No las he vuelto a ver ni en la realidad ni en internet.
Algunas esculturas de Oteiza me emocionan hasta el llanto.
Me ha pasado en más de una ocasión, al verme rodeada de sus cajas metafísicas.
No sé explicar lo que siento ante la obra de Oteiza, es algo más profundo que una emoción estética, está relacionado con el espíritu, es más bien una emoción anímica.
También respeto “La materia del tiempo” de Richard Serra que se encuentra en el Guggenheim de Bilbao.
Además, me gusta que sea gran admirador de Oteiza, a quien considera su “alma gemela” por “la intensa soledad” que manifiesta la obra del artista vasco, que “conecta con un carácter existencial remoto que reconozco yo mismo”(sic).
(1) Los Angeles County Museum of Art
Manolo me hizo pensar
Cuando comenté con mi sobrino que ahora me dedicaba a escribir, me preguntó qué contaba en mis escritos y al decirle que de momento mis textos son autobiográficos, comentó con cierto desdén:
¡Qué fácil!
Eso lo tienes muy sabido.
Sin lugar a dudas que lo tengo muy sabido, pero se puede matizar.
Hablar sobre mi vida quizás sea fácil en el sentido de que hablo de algo que sé, no tengo que inventar nada, en eso estoy de acuerdo, pero contar lo que sentía ante ciertos acontecimientos no siempre resulta fácil, requiere un esfuerzo y puede resultar arriesgado.
No solo exige un proceso de reflexión para reconocer mis verdaderos sentimientos ante lo que acontece, sino que también es preciso ser valiente para contarlo.
Hablar de lugares comunes sin implicaciones no me parece interesante.
Lo que yo experimento solo a mí me pertenece y no es discutible.
A medida que publico mis textos en los que expreso lo que siento sin hacer concesiones, me encuentro con algunas personas que no solo me entienden y agradecen, sino que incluso están de acuerdo conmigo, aunque a veces lo que expreso esté en desacuerdo con el sentir general.
Empecé a escribir en enero del año en curso y para entonces, mi madre ya se había muerto.
No creo que me hubiera atrevido a contar lo que cuento si ella estuviera viva todavía.
Aunque no tenía ordenador, la cabeza le funcionaba muy bien y no sé cómo, pero se enteraba de casi todo.
No sé si lo que yo sentía por ella era miedo o respeto pero puedo asegurar que me siento mucho más libre para expresarme sabiendo que ya no está en este mundo.
A ella le preocupaba el “qué dirán”.
Solía decir:
“No solo hay que ser buena sino parecerlo”.
A mí me preocupaba “qué dirá mi madre”.
Dos interpretaciones divergentes de un sentimiento similar.
En definitiva, barreras, cortapisas, miedos.
Así es la vida, alegre y divertida.
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- Efemérides de Blanca Oraa - 3 enero, 2017
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