La Señora Morel vivía en el quinto piso de una casa cochambrosa al oeste de la ciudad, con la fachada erosionada por el paso del tiempo y sus balcones inutilizados por su ruina, enmarcados por pequeños azulejos verdes que, rotos, se caían uno a uno cada día, anunciando el paso del tiempo. Tiempo en el que la Señora Morel pasaba en su viejo piso.
Pocas casas edificadas como aquella permanecían en la ciudad, que se opacaban con la construcción a su alrededor de nuevos e impolutos edificios brillantes, con más ventanas que hormigón y los reflejos artificiales de luz que cegaban a los transeúntes.
La Señora Morel se sentaba todas las mañanas y todas las tardes en su sillón polvoriento y consumido por la polilla, encendiendo un cigarrillo tras otro con unas cerillas de hotel, las únicas que le quedaban, cuyo fósforo humidificado hacía que prender fuera tarea difícil, a menudo resultando en la rotura del pequeño palo de madera que las sostenía. Y todo eso mientras observaba la pared del salón con su pintura desconchada, y miraba desde la distancia el paisaje tras la ventana, con el cielo de un naranja permanente y un tenue brillo lóbrego.
La Señora Morel no salía apenas de sus cuatro paredes, en cuyos vértices se asomaban las manchas de humedad negras, que permanecían ansiosas con la esperanza de poder colonizar otra vivienda más, y entrar, por fín, en la garganta de la habitante que, inspiración tras inspiración, tragaba el aire estancado del ambiente, que reposaba en sus pulmones, homologándolos a la estancia.
Y cuando la Señora Morel observaba su entorno, se enorgullecía de poder convivir con la Decadencia y que, cada día que amanecía, ella se encontrara en el borde de su cama deseándole los buenos días.
Pero aquel día, cuando se despertó a la luz ambarina que penetraba desde la ventana, reflejando el azulejo que se tambaleaba, preparado para precipitarse, un hombre estaba sentado en su cama, con la Decadencia, ahora asustada, apartada en una esquina negra.
El hombre de mediana edad se mantenía sobrio bajo un conjunto de ropa monocromático, propio del Departamento de Vida y Sociedad del Gobierno.
—El desayuno está preparado Señora Morel —comentó, con una sonrisa. Pero ella no le contestó. Se limitó a mirarle con una indiferencia fingida. —Sabe que el Gobierno aboga por una política de bienestar de sus ciudadanos, y eso incluye la buena alimentación. Tome el desayuno —continuó, acercándole ligeramente la bandeja.
—No quiero —le contestó. El hombre se enderezó, haciendo que la cama crujiera, manteniendo su sonrisa impasible.
—Verá, pero eso no importa. Muchas veces somos incapaces de saber lo que queremos, y es por eso que el Departamento tiene el deber de ayudar a todo aquel con dudas, como es su caso —el hombre explicó con tranquilidad. La Señora Morel se mantuvo en silencio. —Y su duda, como bien sabrá, es que su permanencia en esta vivienda pone en peligro la unidad de la ciudad al no ser un edificio… novedoso
—continuó. La mujer dirigió la mirada a la esquina oscura en la que la Decadencia temblaba y se retorcía, sacudiendo enérgicamente la cabeza.
—No —dijo simplemente la señora. El hombre, todavía sonriendo, se incorporó.
—Tome el desayuno, está nuevo —y con un breve gesto de la cabeza, se marchó cerrando la puerta, justo cuando el azulejo tambaleante de la fachada caía.
El resto de ese día, la Señora Morel no se movió de la cama, y la Decadencia no se despegó de su lado, velando, siempre, incesablemente. Y el día terminó y el día siguiente también, y el novedoso desayuno continuaba intacto e inalterable. Ni una mosca se posó, ni una mota de polvo o moho apareció en la comida, que se mantenía brillante.
Pasada una semana, por fin se levantó y se arrastró hasta su sillón, con la visión estática del cielo. Pero esa vez había algo diferente. En la ventana del edificio de enfrente de su casa se encontraba el hombre de aquella vez, mirándole, desayunando. Él le sonrió, y entonces supo que la estaba esperando. La mujer se dirigió hacia la mesa donde se encontraba el desayuno de hace siete días, se sentó en una silla en su precario balcón, y, dubitativa, empezó a comerlo.
El primer bocado que dió le pareció… No supo describirlo. La textura, la consistencia, el sabor… No era malo, no, tampoco bueno, era simplemente…
Nuevo. Fue el azulejo diario que cayó en su plato lo que la despertó sobresaltada, unas gotas le salpicaron las mejillas y la hizo mirar otra vez a la casa de enfrente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en casi todas las ventanas se encontraba gente mirándola fijamente, con el mismo uniforme monocromático del Departamento de Vida y Sociedad. A la Señora Morel se le escapó una mueca de completo horror, y en un acto de impulsividad arrojó el plato por la ventana, pegando un grito y levantándose torpemente de la silla. Fue el estruendo el que hizo que los paseantes alzaran sus cabezas hacia su balcón y se quedaran mirando con curiosidad la escena.
Las pocas veces que solía salir se redujeron hasta ser nulas. Confinada en su piso, tapió las ventanas arrancando las maderas del suelo. Y lo descuidada que solía estar la casa de por sí, se agravó por el aislamiento de la Señora Morel con el exterior. Fuera, en la calle, el confinamiento de aquella extraña casa atrajo a múltiples curiosos, que especulaban con morbosidad y diferentes opiniones sobre aquella situación tan particular, tan poco vista en la ciudad. En esa ciudad donde los pájaros cantaban notas monótonas, donde los amaneceres eran iguales que el cielo del mediodía, donde las columnas se alzaban sin ninguna grieta o línea superflua, donde el mercado no era un mercado, sino una exposición de productos. Pero, en lo que coincidían todos, era con el final. Sabían que esa atracción peculiar era sólo momentánea, una mera anécdota que no transcendería de lo trivial y que se encargaría de no recordarse nunca jamás. Pues los recuerdos eran cosa antigua, los recuerdos como esos no eran novedosos.
Fueron unas semanas después del aislamiento de la Señora Morel cuando recibió una visita. El hombre que la había estado observando incesablemente por la ventana de enfrente se le presentó sentado en el borde de la cama aquella mañana.
—Tiene el desayuno preparado Señora Morel—dijo, esta vez no tan sonriente. Ella sacudió la cabeza, y con unos aspavientos se tapó la cara mientras murmuraba la palabra “no” una y otra vez, como si de un mantra se tratara.
—Señora Morel —ahora el rostro del hombre se mantenía serio, y el rastro de la sonrisa se le había esfumado. —Hágame caso. Si mantiene esta actitud correrá un grave peligro. Su duda se está agravando, y eso está haciendo que el Departamento se esté planteando recurrir a otras soluciones.
—¿Por qué?, por favor, ¿por qué? —afligida, ella preguntaba.
—Usted lo sabe, porque usted es. Usted es persona, y lo demuestra. Es reticente a lo nuevo, se resiste a olvidar. ¿Por qué quiere recordar tanto? Está provocando que la integridad del Gobierno se estanque y no pueda progresar hacia lo novedoso. Su terquedad la delimita a usted y, por lo tanto, a la ciudadanía y a la unidad —la expresión del hombre se agravó.
—No entiendo, no le entiendo, no entiendo nada. ¡Váyase, márchese de mi casa!
—le gritó. Aquel hombre era en la casa algo tan extraño como una mancha de color en la ciudad. Y cada fibra de la mujer pedía rechazo ante su presencia. No olía, no respiraba, no escuchaba a aquel señor. Solo era una figura en la estancia, un decorado que la señora Morel aborrecía, que la Decadencia evitaba su mirada para prevenir el asco que aquel intruso provocaba. El hombre apartó con el pié una colilla del cigarro que ella había fumado el día en el que él apareció por primera vez. Y aquel gesto de rechazo, de desprecio hacia una cosa que a la señora Morel le pertenecía tanto, que formaba parte de su cotidianidad, de su monotonía casera fue suficiente para que reaccionara. Una mueca de angustia y dolor se perfiló en su rostro rugoso, aquello donde había posado sus labios una vez, ahora estaba siendo pateado por el hombre.
—¡Vete! —le gritaba la señora Morel una y otra vez, —¡Vete! —pero por mucho que le empujara el hombre se mantenía inmóvil. Pataleó, gritó, luchó con sus lágrimas como única arma, pero él no se movió. La debilidad de la mujer se acrecentaba con cada gesto de rechazo, y el sentimiento de humillación se apoderaba de ella y la Decadencia, que se limitaba a mirar al hombre con horror, incapacitada para hacer nada más.
La gente del edificio de enfrente permanecía, observando la escena, contemplando cómo la mujer al fin, agotada, caía de rodillas al suelo, sin dejar de aferrar la camisa del uniforme del hombre. Y el desayuno mientras tanto seguía intacto y perfecto en la mesa. Cayó la noche y la señora Morel continuaba en el suelo, y él delante suyo. Y así se mantuvo amaneceres y atardeceres y muchos mediodías siguientes en los que velaba por ella, cuando estaba en la cama, cuando estaba en el sillón, cuando observaba el desayuno y cuando volvía a la cama otra vez, cuando caía un azulejo tras otro cada día.
—Estás muerta —le dijo una tarde la Decadencia. Y ella siguió sin comer el desayuno, y siguió fumando cada día.
La Decadencia se apartó donde la humedad crecía y abundaba, y rondaba en derredor de la mente de su dueña, intentando siempre de mantenerla alejada del hombre, ese hombre que tan sólo deseaba que la señora Morel olvidara, que se desprendiera de los recuerdos que meticulosamente guardaba en cada mueble, en cada sábana, en cada esquina y en cada pelusa. Y la madera del suelo se consumía cada vez más, y las cerillas costaban encenderlas cada vez más, y los palillos se rompían cada vez más a menudo y el fósforo se desmenuzaba y caía como polvo al suelo donde la alfombra ya no era alfombra sino un montón de hilos mal emparejados. Pero la señora Morel seguía fumando, y aunque fuera con un grano de ese fósforo, ella prendia un pequeño fuego. Ese era el único objetivo que tenía cada día, el único entretenimiento, mientras el hombre la veía como se marchitaba cada vez más, cómo su cuerpo vagaba por la casa como si de un fantasma se tratara.
La señora Morel iba por su quinto intento para encender una cerilla cuando el palillo, como de costumbre, se rompió. Y ese día una astilla oportuna quiso penetrar en la piel de la mujer que vio, con asombro, cómo salía una gota de sangre de la herida, una evidencia de vida, una esperanza de existencia.
—Estoy viva —dijo para sí, y fueron las dos primeras palabras que emanaron de su boca en muchos días. El hombre, sentado como siempre al lado de la mesa se sobresaltó, pero ya no había vuelta atrás. La mujer se incorporó y se acercó a la ventana, desde donde podía ver el ajetreo de los peatones.—¡Estoy viva!—gritó, mientras se asomaba al balcón, y a los empleados de uniforme monocromático del Departamento de Vida y Sociedad del edificio de enfrente no les quedó más remedio que desviar por primera vez su mirada a los ojos de la anciana.
Pero la vieja barandilla de hierro no soportaba el peso de las manos decididas que se apoyaron en él. El suelo de cemento consumido por la lluvia y el roce de las patas de los pájaros cedió bajo el peso de la restante vida de la señora Morel, que cayó al tiempo que se precipitaba el último azulejo de la fachada, marcando el fin del último día del calendario de la Decadencia.
Odile Saban González
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- El Desayuno de la Señora Morel - 25 abril, 2024
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