Leo llevaba más de 40 minutos rebuscado por todos los rincones de su casa en búsqueda de aquel viejo llavero que casi ya ni recordaba. Cansado, derrotado y hastiado de su mala memoria, se dejó caer en la cama sin saber por donde seguir buscando. Hacia solo una hora de la llamada que había desencadenado todo. Tan solo 60 minutos desde que el médico de la residencia le comunicó el fallecimiento de su madre. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que la visitó, pero le fue imposible. La enfermedad de su madre estaba muy avanzada y cada visita era una puñalada en el alma. María, su madre, no le reconocía, se negaba a hablar con desconocidos y cuando Leo conseguía ser visto como alguien de confianza, María solo le repetía las mismas preguntas una y otra vez; ¿dónde están Olga y Elena? ¿cuándo vienen a visitarme? Leo nunca pudo responder, sobre todo porque a pesar de sus esfuerzos nunca supo a quienes se refería su madre. Por mucho que lo intentaba, no recordaba a nadie con aquellos nombres. A Leo todo aquello le parecía una locura, aunque el médico le tranquilizaba diciendo que no había que darle importancia, que eran retazos de una memoria deshilachada que de vez en cuando se expresaba sin sentido a través de las preguntas de María.
Decidió bajar al sótano donde aún tenía varias cajas sin desembalar de su última mudanza. Tenía un presentimiento sobre donde podía estar el viejo llavero de publicidad que durante mucho tiempo fue su compañero inseparable. Lo encontró nada más abrir aquella antigua caja de metal. Lo cogió entre sus dedos, reconociendo perfectamente su tacto, su peso y el particular sonido de las llaves al chocar entre sí. Salió del sótano con las llaves en la mano y la determinación de visitar al día siguiente la casa de su madre, recoger algunas cosas personales y dejar aquel viejo llavero en manos de la inmobiliaria.
La vibración del móvil le despertó a la mañana siguiente. El sol iluminaba la habitación y el odioso momento de despertarse mejoraba considerablemente. No tenía mucho tiempo, así que desayuno rápido, se vistió de forma informal y una hora más tarde, conducía su coche deportivo hacia la casa de su madre en los suburbios. Nada más salir de la autovía y pasar junto al antiguo depósito de aguas, se encontró de frente con la iglesia de San Francisco. Aquella iglesia a la que su madre, mientras estuvo lúcida, acudía todos los domingos y donde hace más de 30 años Leo marcó el inicio de su adolescencia negándose a acompañarla, solamente para dejar claro que era él, y no otro, quien decidía como pasar las mañanas de domingo. Habían pasado más de 15 años desde su última visita y el barrio seguía casi igual, envuelto en una cierta nostalgia rancia. Nada más doblar la esquina tras la tienda de muebles, encontró un sitio libre para aparcar. Se bajó del coche y recorrió con rapidez los pocos metros que le separaban del portal, deseando que ningún vecino lo reconociese. Tuvo suerte y llegó indemne al portal. Sacó las llaves del bolsillo y durante un segundo, al mirarlas, se recordó en aquel mismo lugar 30 años más joven. Acudieron a su mente historias casi olvidadas, que sin embargo habían sido determinantes para convertirlo en lo que era, uno de los profesionales más exitoso en el complejo mundo de las finanzas internacionales.
Con resolución abrió el portal y decidió subir por las antiguas y estrechas escaleras. Llegó casi sin resuello a aquel rellano del cuarto piso donde su madre y sus vecinas compartían tantas confidencias, risas y lágrimas. Allí se detuvo varios minutos, recordando a María, Silvina y Raquel. Mujeres que durante años se convirtieron en familia y en cuyas casas pasó cientos de horas entre desayunos, meriendas y cumpleaños ¿Qué había sido de aquellas mujeres? ¿Seguirán vivas? Las había olvidado durante años, pero allí, en aquel rellano oscuro y antiguo, reconoció la impronta que aquellas mujeres y sus cuidados habían dejado en él. El ruido del ascensor le sacó de estos pensamientos y se dispuso a abrir la vieja puerta del 4D. La llave giró sin esfuerzo y al entrar en la casa, la luz que entraba por la ventana del salón le ayudó a situarse en el pequeño hall. Levantó las viejas persianas de madera del resto de las habitaciones y comenzó a revisar la casa en búsqueda de alguna cosa que mereciese conservar.
Dos horas después, a falta de revisar la cómoda de su madre, la bolsa solamente contenía varios pendientes y dos colgantes. Al abrir el primer cajón de la cómoda, le sorprendió encontrar una vieja fotografía suya con unos 10 años leyendo en su habitación. Se fijó un poco más en la imagen, intentando descubrir el motivo que había llevado a su madre a conservarla, pero no encontró nada especial en la imagen. Solamente era una fotografía de un niño sentado en su mesa leyendo su comic favorito, Miguel Strogoff. Le encantaba aquel comic. ¡Cuántas veces en su infancia quiso ser el correo del zar! Aún recordaba con bastante nitidez muchas de las viñetas del cómic, los textos, la página del desenlace…. Salió de la habitación de su madre en busca del comic y nada más entrar en su antiguo cuarto lo vio. Se sentó en el borde de su cama con él entre las manos. A pesar de las portadas descoloridas por el paso del tiempo, mantenía todo su poder para transportar a Leo a otro tiempo feliz y lejano. Pero ¿por qué guardaba aún su madre aquel cómic cuando el resto de libros habían desaparecido? Aquel libro no solo seguía allí, sino que además estaba colocado en un lugar destacado. Se dio cuenta que la trasera del libro estaba completamente despegada, así que intentó doblar el papel sobrante para protegerla cuando vio una pequeña tarjeta pegada en el cartón de la tapa posterior oculta hasta entonces. Parecía la tarjeta de préstamo de una biblioteca, pero sorprendentemente parecía estar escrita en ruso. Fotografió la tarjeta con su móvil y el traductor le dio la siguiente información: “Biblioteca Nacional de la República de Karelia. Petrozavodsk, Republic of Karelia, Rusia”. ¿Por qué aquel libro que tantas horas estuvo entre sus manos pertenecía a una biblioteca rusa? Rápidamente investigo un poco más sobre aquella ciudad y encontró varias entradas en el buscador que hablaban ella como lugar de acogida de los niños que huían de la guerra civil española. Encontró una pequeña noticia que hablaba del aniversario de la partida del Sontay con más de 1500 niños refugiados a Rusia y su reparto en varias ciudades, entre las que destacaba Petrozavodsk. Pero ¿cuál era la relación del libro de origen ruso y su familia? ¿Qué tenían que ver en su historia familiar los niños exiliados de la guerra? Leo no entendía nada. Nunca, en ningún momento de su vida, recordaba haber hablado de ese tema con su familia. No recordaba ninguna conversación con sus padres sobre la guerra civil. Sin embargo, allí estaban el libro y la fotografía entre las escasas cosas de su infancia que su madre aún conservaba. La alarma de su reloj le avisó que tenía que regresar. Cogió la bolsa y metió en ella la fotografía y el comic. Entró de nuevo a la habitación de su madre, a coger la caja de los documentos personales guardados en el segundo cajón de la cómoda. No sabía muy bien que iba a hacer con ellos, pero no podía dejarla en la casa que iba a poner inmediatamente a la venta. Así que, sin abrirla la metió en la bolsa y cerrando la puerta se despidió de la casa de su madre. Bajó al coche y salió rápidamente de aquel barrio para dirigirse a su casa en la mejor zona de la capital.
Nada más entrar en su apartamento, se sentó en el sofá y extrajo de la bolsa la fotografía, el cómic de Miguel Strogoff y la pequeña caja con toda la documentación de su madre. En la caja encontró todo aquello que imaginaba, el libro de familia, la fotocopia del DNI, las libretas del banco pulcramente actualizadas… Pero además, se topó con un sobre rosa con letra infantil que desentonaba con resto de documentos. Abrió el sobre con curiosidad sacando el contenido de su interior. El primer documento, maltratado por el tiempo, era un billete de un viaje en barco, donde aparecía Sontay como el nombre del navío, Leningrado como destino y el 1305 como número de identificación del pasajero. Junto con el billete había un documento identificativo del pasajero, con una foto de su madre con no más de siete años y todos sus datos, así como su número de identificación, el 1305. Tuvo que mirar varias veces los documentos para ser consciente de su significado. Su madre fue una de las niñas de la guerra que partieron en el Sontay destino a Leningrado durante la guerra civil. No podía creerlo. Su madre siempre contaba que nunca había salido de su pueblo hasta que se casó y que la primera vez que fue a un país extranjero fue para visitar a Leo en su trabajo en la City londinense. No obstante, los documentos que tenía en sus manos demostraban que su madre había viajado Rusia en aquellos tiempos tan duros. Por último, el sobre también contenía una fotografía en la que se veía a su madre acompañada por otras dos niñas, delante de un edificio enorme en cuya fachada se leía “библиотека”, “biblioteca” como le tradujo su móvil rápidamente. Las dos niñas, una morena y otra rubia rodeaban a su madre, mirándola con una enorme sonrisa que transmitía alegría, felicidad, amistad profunda… Se fijó que en la fotografía su madre llevaba algo en la mano, pero no lograba distinguir que era. Abrió la aplicación de lupa de su móvil y consiguió aumentar la imagen para descubrir que lo su madre llevaba en sus manos era el cómic de Miguel Strogoff. El mismo comic que Leo tenía sobre la mesa. Volteó la foto y vio una pequeña nota que decía. “En la biblioteca el día de mi cumpleaños con mis mejores amigas, Olga y Elena. Petrodonask, febrero 1939”.
Su madre había estado en Rusia y había hecho profundas amistades y él nunca había conocido esa historia. Rebuscó en el sobre, encontrando un último documento, una pequeña postal escrita en caracteres cirílicos firmada por Olga y Elena con una dirección de Petrozavodsk. No tenía ningún otro documento que le pudiese dar más información sobre aquella historia. Tampoco podía preguntar a nadie en su familia, ya que sus dos tías maternas habían fallecido hace más de una década. Rebusco entre el resto de los papeles de la caja de documentos, pero no encontró nada que le pudiese contar algo más de la historia.
Al día siguiente volvió de nuevo a casa de su madre, pero tampoco encontró ninguna referencia ni a Rusia, ni a las dos amigas de la infancia, ni al tiempo de la guerra civil. Tras dos días buscando en la pequeña casa de 60 metros cuadrados, se convenció que allí no había ninguna información más sobre aquel episodio en Rusia. Leo se arrepintió de no haber compartido más tiempo con su madre, de no haberle preguntado nunca por su vida y haber dado por supuesto que ella no tenía nada de especial que contar y el, ninguna historia única que escuchar.
En aquella fría mañana, el taxi frenó sobre el hielo al llegar a su destino. Leo se cerró el abrigo y se ajustó los guantes de piel, preparándose para el frio del exterior. No estaba acostumbrado a caminar sobre el hielo, así que le costó poder recorrer los pocos metros que le separaban de la entrada de la pequeña casa adosada. Con sumo cuidado, sacó la postal de su bolsillo para comprobar que se encontraba en la dirección correcta. El descolorido y viejo cartel en la fachada de la casa se lo confirmó. Sin guardar la postal, Leo se quitó el guante derecho y tocó el timbre en aquella desconocida ciudad rusa de la que hace dos semanas ni siquiera había oído hablar. Oyó el sonido del cerrojo interior y una anciana abrió la puerta mientras le decía “Доброе утро, Лео, я был убеждена, что перед смертью у меня буде шанс встретиться с тобой. Я всегда говорила это твоей маме”. Leo le intentó decir que no sabía ruso, pero antes de poder acabar la frase, la mujer le repitió la frase en un correcto castellano “Buenos días Leo, estaba convencida que antes de morir iba a tener la oportunidad de conocerte. Siempre se lo dije a tu madre”. Por primera vez en su vida sintió que la situación le superaba. Con muchas dudas, se acercó a la anciana y dándole un abrazó, comprendió que quería recorrer ese camino nuevo y desconocido que le brindaba su madre, le llevase a donde le llevase.
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Texto de Eduardo Aguilar, segundo premio del XXVI certamen de relato corto en modalidad castellano.
Eduardo Aguilar
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