
Y es que a todos los hombres les encanta verse en el espejo y admirarse los músculos y ver cuánto les han crecido de un mes para otro. Flexionan los bíceps, poniendo la mano en un puño a la altura de la cabeza, admirando con orgullo las líneas y surcos que sus brazos forman. Contonean su cuerpo en numerosas posturas diferentes, ahora de frente, ahora de espaldas. Pueden abrirse y ocupar cuanto quieran, sus voces siempre van a ser las más altas, las más claras. Sus ocurrencias las más graciosas, lo que digan siempre lo más astuto. Qué maravilla ser hombre y que lo que pensaras se convirtiera en epifanía al minuto, porque así de listo, así de capaz… Con la fuente de sabiduría innata entre las piernas, se creen dioses; su ambrosía, la testosterona y el sudor de sus músculos. Se expanden y contraen, y expanden y contraen otra vez. Se quieren, se quieren a sí mismos tanto… Saben que no hay nadie que se les pueda comparar en inteligencia o fuerza, saben que son superiores.
Dios es hombre, Dios es él, Dios son ellos, son todos ellos, Dios hizo que todos mamaran de su entrepierna para tener el conocimiento del mundo, Dios hizo que se amaran entre ellos, que se admiraran entre ellos. El goce que les produce entrar todos en calor a la vez es inigualable. Qué orgullo poder luchar entre camaradas, cuando el sudor se convierte en símbolo de estatus, qué placer produce servir a un superior a quien admiras, contemplar todas las chapas que llevan colgadas, los trajes bien cosidos y todas las palmadas en la espalda que han acumulado a lo largo de los años. Que placer servir a aquel con el pecho más hinchado. Dominan porque saben que tienen la capacidad de mantenerse ocultos y ser vistos a la vez. Son el ser humano por defecto: hombres, homínidos, homo sapiens. Están rodeados de una nube de superioridad, donde se retroalimentan los unos a los otros, “él es mejor que yo, pero yo soy mejor que él”, y miran por encima del hombro. Les gusta compararse, para ellos el tamaño es una competición porque navegan en el materialismo de la vida. Les gusta ver lo que tiene el otro, cómo de grandes son su brazos, sus piernas, su altura. En los baños y vestuarios miran a los lados para comparar el tamaño de sus miembros, que lo usan como escudo, como arma, como herramienta, como excusa de todo el comportamiento y toda la supuesta sabiduría, y les gusta ser dominados por el que tenga la excusa más grande, y juegan con ellos cómo si fueran niños con sus juguetes: el mío es mejor, el mío más grande, el mío más caro, el mío más bonito. Pero no hay nada de un hombre que se exija que sea bonito. No lo hay porque lo que se exige es ser mejor que el otro al que inevitablemente admiran.
Y se retan. Se desafían entre sí en combates ridículos que sirven como la excusa perfecta para tocarse. Porque, ¿en qué otro momento irían a tocarse si no? Les gusta el contacto físico, les gusta chocarse entre ellos, pegarse entre ellos. Se sienten mejor cuando se empujan y zarandean, porque les gusta provocar. Les gusta quitarse las camisetas uno delante del otro “soy mejor que tú, mira mi pecho, mira mis brazos, mira el puño que te vas a comer”. Les excita pelearse, es la única manera que tienen de abrazarse y retorcer sus cuerpos entre los de otro hombre, de sentir los gemidos de esfuerzo de otro en el oído, de poder arrastrar su sudor del abdomen con la mano; “te vas a enterar”. Les encanta insultarse entre sí: capullo, cabrón, hijo de puta, gilipollas, mamón, imbécil, idiota… Pues no podrían decirse “cariño” jamás, eso no es de hombres masculinos.
Los hombres masculinos no son maricones. Los hombres masculinos tienen una capacidad de unión inaudita, y se saludan con palmadas y golpes en la espalda, en el hombro, en la nuca. Se agarran del cuello y de los brazos, se sacuden entre sí, se dan cabezazos, y puñetazos. Y cuando se pegan se dejan marcas, les gusta tener marcas que les provocan otros hombres; moratones, heridas y sangre de hombres; “mira lo que me han hecho, mira, mira”, y se exhiben en un ritual de demostración de fuerza y heridas de guerra, besos de otros hombres, abrazos de masculinidad. No lloran, no tienen nada de lo que llorar; los hombres no lloran, se desean. ¿Cómo podría entonces un hombre amar a una mujer?
Odile Saban González
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