El sol bañaba los antiguos edificios corporativos, ahora jardines verticales que trepaban por las fachadas. Desde su balcón, Elena Martínez observaba mariposas revolotear entre flores que adornaban el ahora distrito financiero. A sus setenta y siete años, con cabello plateado y arrugas como mapas de vida, había presenciado lo que llamaban la Gran Transición.
Sorbió lentamente su café de comercio justo, cultivado por cooperativas voluntarias en las montañas del sur. El aroma evocaba su juventud, cuando necesitaba mínimo 3 cafés al día para rendir toda la jornada. En ese entonces el tiempo era mercancía escasa, “tiempo” dividido entre “tiempo de trabajo” y “tiempo libre”, como si el segundo fuera menos propio.
Sus nietos diseñaban plantas luminiscentes en la sala. Nunca comprenderían realmente lo que significaba despertarse con el sonido estridente de una alarma cinco días a la semana, la ansiedad del domingo por la tarde ante la inminente llegada del lunes, o la sensación de que la vida real comenzaba después de las seis de la tarde. Para ellos, aquello era historia antigua, junto a guerras mundiales y teléfonos con cable.
“Abuela, ¿es verdad que antes la gente pasaba más tiempo trabajando que con su familia?”, preguntó su nieto, incrédulo. Elena sonrió. “Sí, por extraño que parezca. Teníamos pocas alternativas.” Recordó reuniones interminables, correos nocturnos, promociones que significaban menos tiempo para vivir.
Abajo, donde antes hubo estacionamientos, bailarines practicaban al aire libre. Otros cultivaban huertos o conversaban bajo pérgolas. Sin prisas ni horarios. Solo el ritmo natural de deseos y necesidades humanas.
Elena tomó su diario y comenzó sus memorias. Sentía el deber de documentar cómo una humanidad obsesionada con producir encontró su camino de regreso a sí misma gracias a la tecnología que una vez temió que la reemplazaría. Recordaba su miedo cuando las primeras IAs amenazaban profesiones enteras. Nadie previó que aquel aparente apocalipsis sería el inicio de algo más coherente con la esencia humana. Inevitablemente recordó a Miguel.
Corría 2035 cuando Miguel recibió la notificación. Tras quince años en logística, su puesto había sido “optimizado”. Ya no se hablaba de despidos sino de “liberación laboral”. La Renta Universal mitigó el impacto, pero sintió un vacío en el estómago.
“¿Y ahora qué?”, se preguntó vaciando su escritorio. La oficina, antes bulliciosa, albergaba apenas treinta empleados. Las IAs habían asumido primero tareas repetitivas, luego estratégicas, finalmente casi todo.
En su cena de despedida flotaba una extraña mezcla de melancolía y expectativa.
“Bienvenido al futuro”, dijo Claudia, su supervisora. “Te envidio. Yo debo esperar seis meses.”
“¿Envidiarme? Perdí mi trabajo.”
“No”, sonrió serena. “Ganaste tu vida.”
Los primeros tres meses fueron duros. Miguel despertaba sintiendo que llegaba tarde, la ansiedad aún en su cuerpo. Navegaba sin rumbo, viendo series, intentando llenar horas.
Su apartamento, antes solo dormitorio y vestidor, ahora le parecía prisión. La Renta Universal cubría necesidades, pero no daba propósito.
“Estoy perdido”, confesó a su hermana en una reunión. “Me siento inútil.”
“Es normal. Nos enseñaron que somos lo que hacemos, que nuestro valor es nuestra productividad. Desaprender lleva tiempo.”
Ella le sugirió el Programa de Transición, iniciativa global para navegar hacia esta nueva existencia.
El centro comunitario bullía cuando Miguel llegó. Le sorprendió ver personas de todas edades y orígenes.
“Muchos creen ser los únicos perdidos”, explicó Alejandro, el facilitador. “Es un proceso universal. Por siglos definimos identidad mediante trabajo. Ahora debemos redefinirla.”
Las sesiones ofrecían herramientas para hallar caminos propios y oportunidades: proyectos comunitarios, aprendizaje, arte. Todo voluntario, impulsado por pasión, no necesidad.
Allí conoció a Elena, ex-ingeniera que enseñaba ciencias a niños por el placer de ver sus ojos iluminarse con cada descubrimiento.
“Los mejores maestros enseñan porque quieren, no para sobrevivir”, dijo Elena. “Eso es revolucionario. Cada acción nace del deseo, no la necesidad.”
Con los meses, Miguel encontró su ritmo. Se unió a un proyecto de restauración ecológica. Descubrió talento para la cerámica, impensable en su vida anterior. Y formó conexiones más profundas.
“Es curioso”, comentó Miguel a Elena mientras compartían un atardecer en la azotea-huerto. “Tengo menos dinero, pero me siento más rico.”
“Porque la riqueza no está en posesiones sino en cómo vivimos. El sistema anterior nos mantenía demasiado ocupados y ansiosos para notarlo.” Confeso su reflexión Elena.
La Transición no era perfecta. Persistían desigualdades. Algunos se aferraban a viejas estructuras de poder. Otros caían en apatía sin la estructura laboral. Pero para muchos representaba la oportunidad de redescubrir lo humano donde la supervivencia ya no era la única preocupación.
Un año después, Alejandro contactó a Miguel. Necesitaban facilitadores, personas que hubieran transitado exitosamente y pudieran guiar a otros.
“Serías perfecto. Has pasado por todas las etapas: pérdida, desorientación, descubrimiento y reinvención.”
Miguel dudó. No tenía respuestas definitivas sobre el sentido vital.
“No necesitamos expertos”, explicó Alejandro. “Necesitamos compañeros honestos. Personas que entiendan que esto es exploración continua.”
Esa noche, contemplando la ciudad, Miguel vio luces que ya no provenían de oficinas nocturnas sino de espacios comunitarios, centros artísticos, laboratorios donde la gente colaboraba por curiosidad.
“Quizás”, pensó, “el verdadero propósito no es hallar respuestas finales sino ayudarnos mutuamente en la búsqueda.”
Elena dejó su diario al escuchar risas infantiles. Como parte de la generación puente, había conocido ambos mundos: escasez y abundancia temporal. La verdadera revolución no fue tecnológica sino filosófica. La IA liberó a la humanidad no solo del trabajo sino de la ilusión que este definía nuestro valor.
“¡Abuela, ven a ver lo que creamos!”, llamó Sofía desde la mesa.
Elena contempló la ciudad transformada. Los niños a quienes alguna vez enseñó ahora eran adultos sin memoria del trabajo obligatorio. Para ellos, contribuir siempre fue elección, no condición de supervivencia.
En el jardín comunitario, una placa discreta recordaba a Miguel: “No somos lo que producimos, sino lo que amamos, creamos y cómo nos conectamos.”
Elena se levantó. El cielo se teñía mientras la ciudad, liberada de la tiranía productiva, palpitaba con vitalidad genuina. “El tiempo”, pensó, “es el único recurso verdaderamente escaso. Y por fin aprendimos a valorarlo.”
Era hora de unirse a su familia, de maravillarse con la creatividad de niños que nunca sacrificarían curiosidad en el altar de la empleabilidad. Recordó las palabras de su difunto esposo, arquitecto de la Transición: “Lo más valioso que nos dará la inteligencia artificial no será lo que produzca, sino el tiempo que nos devolverá para descubrir quiénes somos realmente.”
Diego García Rivera
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