Mortimer B experimenta la muerte tonta y necesaria eventualmente. Los domingos, para ser exactos. Hay algo trágico en el día después, todo un protocolo de excepción para la caída del alma desde la azotea de su mente al frío cemento de la materia, que contempla una boca seca y el descanso eterno en la colina de Sión. De la cama al baño y del baño a la nada. Mortimer B sabe que todo terminará, pero para ello debe sufrir la condena de su carnalidad. Unas horas más, aguanta, tan sólo unas horas más.
Mortimer B tiene la ligera sospecha de que la humanidad conjura contra él. Hay algo ahí, en el envoltorio circunstancial de cada domingo, que no entiende y le horripila. Por qué hago esto, qué han hecho de mí, en qué me han convertido, cuál es la naturaleza de este castigo. No entiende nada. Por no entender, no entiende ni su cara. Esta cara no es la mía, se dice. Estos brazos se mueven, toman conciencia por sí mismos. El horror, el horror soy yo. Un error semanal.
Mortimer B rectifica. Intuye que hay algo que ha conjurado contra la humanidad desde la noche de los tiempos. Sí, Mortimer B ha mirado y ha visto. Es la materia, el reino de las cosas físicas, el espacio y el tiempo. Todo lo apreciable y cuantificable está ahí para definirlo a él, para cosificarlo como lo que es, un Dasein sintiente, plenamente consciente de su finitud.Todo lo contingente conjura para asirle, atraparle, raptarle y asfixiarle. Pero Mortimer B sabe que no sentiría nada si cada domingo fuese un día normal.
Para Mortimer B todo sale a la superficie en la agónica quietud de una resaca. Todo lo que racional y conscientemente ha metido en su cabeza, esas ideas y personajes, conjuran contra él durante el día. Soy una revolución andante, piensa, una cabeza a punto de estallar, de la cama al baño y del baño a la morada de los muertos. Con la boca seca y el reclamo del descanso eterno. Soy un motín a bordo, se dice. Cada domingo. Vuelve. Otra vez. Un motín a bordo. Soy pulsiones, soy el paciente de Freud. Soy la camilla de Freud. Soy el pensamiento estúpido y sobrante de un tal Freud.
La mente escapa, ansía abandonar el cuerpo absurdo de Mortimer B. Es más, si pudiera, la mente se inmolaría contra el cuerpo conformando un bellísimo espectáculo representante de la dualidadmateria-espíritu en la conformación ontológica del ser humano. Se expondría en el MoMa, si pudiera. Sería la gran obra artística del siglo y en la Sorbona harían cátedra varios progres de oscuro gabán para teorizar sobre las entrañas inmoladas de Mortimer B. Soy una obra de arte en domingo. Etcétera.
Mortimer B no puede ir en contra de la circunstancialidad que le sujeta. Bueno, en realidad sí puede, pero eso significaría el suicidio. Quitarse de en medio. Un funeral, lágrimas, vidas cruzadas y un apelativo en el pueblo. Mortimer B sabe que lo que limita su existencia es el horror absoluto yno traspasable de su propia muerte. Quitarse de en medio es incluso más horrible que seguir existiendo.
Mortimer B me mira. Quiere que le mate. Hay algo trágico en todo esto.
Le he matado. Ya no existe. Le he liberado de sí mismo. El cadáver de Mortimer B yace en la fosa común de mi mente. Ojos abiertos mirando al cielo. Así seré yo, algún día, pienso. Y tú también, por justicia divina. Quieto y en paz perpetua. Se va a descomponer como todos los demás que creé, todos y cada uno de los personajes que fui e imaginé ser en tercera persona. Porque todo consiste en narrarse. En relatarse para no verse aquí y ahora, encerrado en esta sala de espera con la puerta siempre abierta. Para no verse y aceptarse a uno mismo, sino para creerse una entidad mínimamente libre y esperanzada. Algo justificado en esta colección de biografías ejemplares.
¿Te acuerdas de José? Ha dado la vuelta al mundo en pedalón. Con él fue Pedro, y se ha casado con una espectacular mujer polinesia campeona de salto a la comba. Ahora son felices. Y Carlos, ¿a qué no sabes que ha hecho el bueno de Carlos? ¡Es un puto crac! Se ha comprado una casa en Olduvai, ¡dice que quiere sentirse como el hombre mono! Todo son halagos e interjecciones hasta que el hastío termina poseyendo a nuestros personajes, hasta que María toma una dosis excesiva de antidepresivos o Ramón se pone una soga al cuello. Bueno, pensándolo bien, incluso la muerte en tercera persona puede resultar atractiva. Romántica. Quizás porque atribuyendo las andanzas existenciales a los otros escapamos de nuestra subjetividad, del mundanal tedio que es la base de nuestra conciencia, de nuestro abrumador ego que conspira Contra nosotros mismos. Sólo así nos libramos momentáneamente de este protagonismo que se nos ha otorgado sin contrato previo y vemos que hay libertad en el mundo. Libertad para ponerse una soga al cuello y morir antes de tiempo.
Todo lo que puedo hacer aquí es esperar que alguien me relate mientras yo relato la vida de los otros. Mortimer B tan sólo era yo relatándome a mí mismo. Aliviándome. Pero me he vuelto a suprimir. J’accuse. Me acuso. Uno debe asumir que nunca será dueño absoluto de sí mismo. Simplemente porque la construcción de nosotros mismos, de nuestro ansiado autoconpeto, original e intransferible, está en manos de los otros. Es ahí, en la dictadura de las miradas donde soy cosificado como cosa, a través de los sentidos y atrapado en la grava del lenguaje. El infierno son los otros, decía el otro. No, digo yo. Soy yo, en mi subjetividad, en mi isla, el infierno. Lo soy para mí, para esta nave, que es lo único que percibo, es mi cogito, es mi sum, y ahí claudico, porque se me va hacia la nada y no puedo hacer nada. En esta arena movediza todos caemos, y nadie quiere ver cómo es tragado lentamente por la tierra. No miren el cadáver en las vías, advertían a Ángelaen Tesis. Es normal, pienso. Poco higiénico. Lógico y profundamente inmaduro.
Sí. Contrario a la vida, digo, porque enemistándonos con la muerte, nos enemistamos con la vida. Y no decoro mi carpeta de instituto con imágenes del loco de Turín. Eso ya se me pasó porque, como dije una vez, si aún no te has enterado de que papá no fue a por tabaco, ve a buscarlo al cementerio. Porque allí estará él. Y yo. Y tú. Me refiero a que todo lo que nos queda aquí es entre-tenernos, tenernos mutuamente, sujetarnos, asirnos, mientras volamos en grácil caída desde el campo de centeno del que cayó Caulfield.
Y como todo está dicho en este globo cansado, me gustaría repetir algo de alguien que entró y salió como algún día haré yo. Decía Unamuno que los pueblos viven en el sentimiento trágico de la vida, en la encrucijada entre la fe y la razón, en esa contradicción esencial, en esa tragedia que es querer y no poder trascender, que es fuente de angustia existencial. Fuente de vida. Y yo, Miguel, te digo que no puedo. No llego a Dios. Soy incapaz de llegar a esa revelación sentimental e imaginativa. De amor, de fe. Porque a todo lo que puedo llegar es a la razón que dicta este texto. La razón sí, la “razón nihilista, aniquiladora” de la que advertías. Y cómo me gustaría que así no fuera. Mi razón tan solo puede sustentarse sobre lo más absolutamente irracional: la muerte. Un destello de razón bailando sobre lo ignoto e indefinible. El gran misterio. La desaparición de mi conciencia. Mi huida, quien sabe si mi fin. Mi desvinculación de todas vuestras caras, cuerpos y nombres.
Mi razón es una isla rodeada por las aguas de la muerte. Puedo elucubrar sobre los mundos posibles más allá de los horizontes que alcanza mi insuficiente vista, pero para saber si realmente hay algo tendré que morir primero. Y habiendo muerto ya no seré yo, habré dejado esta isla, no seré la razón que se desangra en cada palabra de este texto. Habiendo muerto podré hablar, postularme sobre el más allá que habitaré, pero mi falsa poesía terrenal habrá atravesado el umbral que me impulsa a escribir. No puedo afirmarlo, pero quiero pensar que mi muerte no la experimentaré en mi razón, sino que el maravilloso y dantesco espectáculo del raciocinio humano caerá sobre los otros cuando yo me vaya. Por mucho que razone mi epitafio no seré yo quien lo esculpa sobre la piedra que conformará mi lápida.
Y es que a mí me duele la vida, se me escapa cuando la razono, igual que un pez que se escurre entre mis manos terrestres. A Unamuno le dolía Dios porque lo quería y lo ansiaba. Pero ahora Dios es políticamente incorrecto. Desde Nietzsche la convención ha proscrito a Dios de la Tierra, lo que no hace sino afirmar que todo está solapado por el incesante ruido. A mí me duele Dios, como le dolía a Miguel hace cien años. Quiero decir que me duele verme envuelto constantemente en la lucha con la teleología -término menos manido que ese tal Dios de larga barba y, por ende, más desconcertante para el lector de labia fácil-, que es lo que creo ha creado a Dios. Enotras palabras, me duele mi finalidad aquí entre vosotros. Nuestra finalidad y, ante todo, nuestra actitud ante ello. El silencio de la existencia y el silencio del hombre ante su existencia. Porque al no serme revelado mi thelos todo es anhelo. Soy anhelo. Y que me duela es un síntoma de que estoy vivo. Y que lo ignoréis es un síntoma de que estáis muertos.
Cuantos no creen en Dios o creen no creer en Él, creen en cualquier diosecillo, o siquiera en un demoniejo, o en un agüero, o en una herradura que encontraron por acaso al azar de los caminos, y que guardan sobre su corazón para que les traiga buena suerte y les defienda de esa misma razón de que se imaginan ser fieles servidores y devotos.
Son tantas ya las herraduras. Tantos los desayunos de un lunes por la mañana, un partido de fútbol y un reloj en la pared. Tantas las maneras de no enfrentarse a uno mismo. A la finitud constante de todo este escenario. A la fugacidad y el desaparecer inminente del instante ansiado. Y la belleza está escondida aquí, en cada esquina, en el espectáculo de la mágica extinción. Ella también está condenada a morir. La belleza se apaga, muere en pocos segundos, de forma bella y triste, como el crepúsculo, para confinarnos en el yermo páramo de lo vulgar. Nos deja aquí, abandonados, generando el mundanal ruido que pueda acallar el amenazante tic-tac. Somos de una desesperanzada Gran Belleza.
Todo está resguardado bajo la cháchara y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los demacrados e inconstantes destellos de belleza. La decadencia, la desgracia y el hombre miserable.
Habitamos ruido. Víctimas de nuestras miradas, de nuestras palabras, de nuestras interacciones. Ruido, más ruido. Somos anhelo que fracasa y genera ruido. Todo lo que nos queda es la posibilidad de narrarnos. Escribir la propia biografía en tercera persona. Como Julio César y sus guerras. Como Stalin. Porque desde fuera nuestra banal y asfixiante subjetividad puede metamorfosearse. Podemos ser diferentes, aparentar ser algo. Salvémonos en los otros, en sus ojos, en su infierno. Con tal de no enfrentar este preciso momento. Aquí y ahora. Nunca más.
Tú y yo. Nos proyectamos. Somos planes. Somos José en pedalón y Pedro en Polinesia. Somos egos violando el futuro y negando nuestro presente. Escapando. Porque aquí sólo queda una verdad: la circunstancia es el horror. Sí, el mundo nos alcanza, nos atrapa, nos conquista y no podemos escondernos. Deseamos escapar de nosotros mismos y no encontrar nuestro yo. Nunca. Porque espanta verse en el espejo y ver que la piel cae y que nos podrimos lentamente como un filete.
Y hay así tantas personas en mí. Tantas también en ti. Tanto sufrimiento encriptado en estas sonrisas de disparo automático que nos regalamos mutuamente para tapar el misterio elemental. Todo consiste en si uno es capaz de mirar y ver como Mortimer B. Si así hacemos, comprenderemos que no somos distintos a nadie, somos Harrison en la India, somos Hesse en los Alpes, somos Byron en Grecia, somos Gauguin en Tahití o Zweig en Brasil. Somos el príncipe Harry disfrazado de nazi. Somos lo que hacemos con lo que otros hicieron de nosotros. Lo que se desprendió violentamente en el parto, las migas de pan en el plato que esperan no ser comidas, las criaturas que esperan estúpidamente ser ignoradas por la ley universal. Mirando a otro lado, incapaces de romper el contrato existencial que alguien firmó por nosotros y que nos puso aquí. Aquí y ahora.
Provoca una íntima pena pensar lo infructuoso del agónico empeño por justificar una vida. Todos los hombres y mujeres que se irguieron cada mañana, en esta tierra o aquella, todos sintieron algo alguna vez. Y ahora no queda nada, si es que alguien tuvo el detalle de escribir su nombre en algún libro. No sé qué es lo que genera esta inercia existencial ni lo que justifica una vida. Sinceramente.
Pero todo lo que me queda es esta hoja y un trágico sentido del humor. Y mi razón, mi contundente conciencia cartesiana apegada a toda la materia corruptible. Y esta feliz resignación con la que me entretengo a mí mismo. Creo que nos deshumaniza ignorar el sentimiento trágico de la vida, la feliz tragedia de no poder salvar la conciencia en su camino a la eternidad. Por eso mismo, es didáctico, pienso, morir en cada esquina. Así que ya sabes, lo que necesitas es algo simple. Simple y llanamente, necesitas la muerte de otro para ir asimilando el propio tránsito.
Al fin y al cabo, para vivir, todo hombre necesita un funeral.
Mikel Martínez Roda
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