Es mediodía y el sol está alto. En el paseo de la rivera, junto al río, un joven camina nervioso en compañía de su alargada sombra. Ese paseo conecta el barrio financiero con la parte vieja de la ciudad.
El joven, un ejecutivo en su treintena, viste un traje azul oscuro y lleva un maletín en la mano. Su cara refleja tensión, como si algo lo agobiara; un día duro en la oficina. Camina hacía el puente que conecta la ciudad con los barrios residenciales. Estratégicamente situado al lado del puente hay una estación de metro. Es una zona concurrida, se puede ver a algunas personas que llevan sus mascotas en brazos mientras un grupo de estudiantes sube las escaleras mecánicas del metro riéndose a carcajadas.
Entre el puente y la estación hay una señora sentada en un banco. La mujer de unos setenta años viste falda negra y blusa; las gafas de montura ancha destacan su mirada, llena de ternura. La entrañable abuela está esperando al ejecutivo y en cuanto éste la ve, su agobio se esfuma, como si de un plumazo le hubieran quitado el peso que lleva en su maletín. Su abuelita le agarra con dulzura y comienzan a caminar juntos, agarrados del brazo. La escena tiene un aire cotidiano, como parte de un ritual diario.
Al lado de su abuelita el joven parece otro, habla muy animado, gesticulando y explicando algo que le ha pasado esa mañana en la oficina. Ella escucha con atención todo lo que él cuenta, orgullosa. Mientras caminan, se cruzan con una mujer que lleva un perrito en brazos, lo agarra como si fuera un bebe. Ellos siguen absortos en su charla.
– “Que sea la última la vez…”, ¡le he dicho! – él chico imita un gesto de un compañero de trabajo y su abuelita se ríe y lo mira con devoción.
Delante de ellos camina una joven, una compañera de oficina del chico; no le apetece saludarla por lo que ralentizan el paso. Se quedan parados en la acera y de la nada, aparece un perro; un bulldog sin bozal ni correa. La abuelita, asustada, suelta el brazo del chico para intentar protegerse, pero él con un rápido gesto vuelve a cogerla y la coloca entre el bulldog y él.
“Justo a tiempo” piensa y dice, “pobre, ¿te ha mordido?”.
Ella tiene la pierna ensangrentada y cojea, el perro se ha cebado. “Tranquila no es nada” le dice el joven, “yo te ayudaré, tranquila”. La abuela está muy preocupada. Deja que el chico le agarre del brazo, pero no lo hace como lo hacía unos minutos antes, esta vez él soporta todo su peso para que los dos puedan caminar.
Caminan por algunas calles más, hasta que el joven decide coger un taxi. Mientras esperan al taxi ven pasar a un hombre que va con una mujer mayor agarrada del brazo; las dos ancianas se miran con compasión.
El taxi le deja frente a una tienda de mascotas. En el escaparate unos maniquíes evocan una escena que produce un efecto perturbador; una especie de perro humano.
–“nunca te voy a dejar”– le dice el joven a la mujer coja mientras entran a la tienda.
La tienda en cuestión es una franquicia llamada Sweet Granny Inc. En su web se puede leer que el propósito de SGI es paliar la soledad de los jóvenes, así como dotarles de apoyo emocional. Esta franquicia es única en el mundo porque ofrece la posibilidad de alquilar abuelas por horas. Las personas jubiladas pueden complementar su pensión con ingresos extra; win-win.
En la entrada de la tienda hay una gran foto del fundador de la franquicia, un visionario canadiense; justo debajo de esta imagen un dependiente con gafas de culo de botella y pinta de informático, vigila el establecimiento. El informático, sin mirar en ningún momento a la abuela, saluda con efusividad al joven ejecutivo. Éste le explica el incidente con el perro. El empleado tras escuchar al cliente, le empieza a recitar la política de devoluciones de SGI en un tono mecánico.
“Gracias por confiar en Sweet Granny. Para completar su devolución, necesitamos el recibo o comprobante de compra. Veo – dice sin mirar en ningún momento a la mujer- que el artículo en cuestión está dañado por lo que recibirá un crédito de regalo por el valor del articulo y podrá reembolsar el dinero o hacer un cambio por otro artículo de similares características…”.
Ignorando por completo a la mujer ensangrentada, comienzan a mirar detenidamente una especie de álbum. Se trata de un catálogo de abuelas; todas entrañables.
La abuela ignorada está de pie junto a ellos con la mirada perdida. A través del escaparate ve pasar a una pareja que discute. Alba, ese es su nombre, baja la mirada y rompe a llorar completamente derrotada.
Es un llanto callado, nadie se ha dado cuenta.
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