Muchas veces la vi venir de lejos
apoyado en el chaflán de aquella esquina.
Creía ciertamente en el contorno
dorado de sus anclas,
en la fascinación augusta
del marfil gastado en sus salones,
camarotes donde el amor se agota
contra el fragor de la monotonía.
Algunas mañanas de domingo
nos agarrábamos también al barco
de la fortuna, viento en popa
debajo de las sábanas.
Pero nunca estuvimos solos,
otros tantos vinieron con nosotros
creyendo que tal vez tendrían sitio
al cruzar la frontera de los sueños:
sabios descamisados
banqueros deslenguados
políticos descalzos
bailando el agua al fondo del pasillo.
Y era la belleza una casa de citas.
La proa se pudrió de un aire
insano, tanta sangre
derramada, tanta sangre y el crujir
de maderas que obraban el milagro:
flotar entre alfileres descarnados.
Deshaciendo el amor en la cubierta
desafiando también todas las muertes
muy lejos aún de la dársena
del hotel de cinco
estrellas del catálogo de la isla
de Citerea,
el rastro se perdió, no quedó nadie,
como si nunca hubiese
pasado nada.
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