Se oyen, a lo lejos, campanadas.
Están llamando a misa,
un funeral tal vez,
o eso sugiere el tañido lento y quejoso.
Una bandada de pájaros atraviesa el paisaje
y esconde la letanía de la iglesia tras el batir de alas.
Después, todo cesa.
El silencio se pierde en el horizonte,
que desde aquí se dibuja infinito;
y se oye infinito.
No siento frío,
pero el viento silba
y me estremezco.
Todo tiembla.
Las espigas se vuelven mar,
olas verdes y doradas
meciendo barcos sin patria a la deriva.
Como las manos de un amante,
el viento me eriza la piel,
me trae el olor de la tierra,
la tierra negra que me ha visto crecer
y que me verá morir.
No siento frío.
Cierro los ojos y me abandono al naufragio.
Sonrío.
El silencio es mío.
Soledad Domínguez dice
Dan ganas de respirar hondo y abandonarse en el paisaje que presentas. Precioso poema. Felicidades y gracias por compartirlo.