Mezclas los colores en la paleta hasta conseguir el tono y la intensidad exacta; gamas de azul, de verde; amarillo pajizo, limón, ámbar, ocre, oro… Aprendes cuáles suman luz, cuáles la sustraen hasta llegar al negro, y cómo se complementan. «Esas hojas otoñales necesitan profundidad. El amarillo no satisface la retina, exige el violeta.» Matizas para que un blanco resulte cálido o frío. Docenas de posibilidades entre el negro asfalto y la penumbra. Amalia, la alumna más aplicada de la escuela de arte, la que siempre lleva el pelo y las gafas manchados de pintura.
«Presta atención a la expresión del rostro, juega con la luz. Leonardo, Velázquez, Rembrandt … primero copia, imita a los grandes y trabaja.» «Pintad como respiráis, pintad como dormís. Una vez exhaustos, debéis buscar vuestro estilo.» Dibujó caras, manos, pies, niños, animales vivos y muertos, plantas, frutas, agua, figuras geométricas, espejos, objetos traslúcidos.
No le bastaba con mirar al modelo, Amalia le pedía que se moviera y palpaba la musculatura, el volumen. «El movimiento es curvo. En el movimiento se encuentra la gracia, la vida.» Consiguió un cráneo y huesos humanos hasta completar un esqueleto. Incluso logró que un amigo de su padre la colase en un matadero para observar la carne, los órganos, las capas de piel. Aprendió la importancia de la composición. La atmósfera, la profundidad. Lo que el ojo ve y lo que la obra sugiere. «No es lo mismo un pintor que un artista. El artista ama la belleza, crea oro.»
Amalia comenzó a pintar Descanso tras la siega a la edad de dieciséis años. Un hombre acuclillado sobre unas mieses, abrazando sus piernas, la cabeza inclinada, cubierta por un sombrero de paja rasgado. Las manos y los pies del hombre protagonizan la escena. Una hoz tirada en el suelo marca el punto de fuga. El rostro cansado, semioculto por el sombrero y una luz cenital que lo difumina suavemente. Al fondo, rocas como cuerpos de mujer, vegetación, tierra y cielo. Lo pintó durante años, no quería pintar nada distinto. Llevaba el lienzo consigo a todas partes. La voz del maestro la acompañaba. «Cuando alguno de vosotros piense que se acerca a la perfección, que siga trabajando hasta alcanzar el misterio y la imprecisión.»
Tenía treinta y dos años cuando Amalia lo consideró terminado. Estaba orgullosa, sabía que había creado algo grande. Decidió presentarlo a un concurso patrocinado por una marca de coches, ganando el primer premio: seis mil euros y lo más importante, su obra sería expuesta en una sala de Londres durante tres meses.
Algunos visitantes de la exposición se interesaron por Descanso tras la siega, pero Amalia no deseaba venderlo, el cuadro le pertenecía. El señor Aldoux insistió, subió su oferta hasta los sesenta mil euros. Familiares y amigos le aconsejaron coger el cheque. Amalia consultó a su maestro: «Vende, y si tanto lo amas, píntalo de nuevo.»
Amalia lo vendió y comenzó a pintar Descanso tras la siega II. Durante ese tiempo, Aldoux hizo negocio con el cuadro primigenio. Lo revendió en una subasta por setenta y tres mil libras, un precio insólito para la obra de una pintora novel. Descanso tras la siega y su creadora recibieron críticas en varios medios de comunicación, consiguiendo que el cuadro alcanzase fama mundial. En algunas revistas especializadas se referían a él como el Giocondo. El segundo comprador lo vendió a un fondo de inversión americano, que a su vez lo vendió a un museo de Ámsterdam por ciento ochenta mil euros.
Una vez terminado Descanso tras la siega II, Amalia negoció con la casa de subastas Greenwich la salida de su segunda obra. Pactaron una puja inicial mínima de sesenta mil euros, aunque esperaban triplicar la cifra. Un particular se lo adjudicó por setenta y dos mil. Nadie aumentó la cifra y, lo que es peor, los medios de comunicación volvieron a intervenir hasta conseguir que el valor del llamado Giocondo, descendiera hasta los setenta y cinco mil euros.
Amalia se sintió atrapada al saberse incapaz de pintar una obra superior a Descanso tras la siega y sus sucesivas versiones… Con él había alcanzado la perfección, el misterio y la imprecisión. Pero qué contrariedad, cada nuevo Descanso tras la siega devaluaría las versiones anteriores. Le expuso el dilema al profesor: «Nada tiene que ver el valor artístico con el económico y menos, en vida de su creador.» Cierto, pensó Amalia, pero resultaba desalentador continuar pintando a sabiendas de que hacerlo menoscabaría su obra. Tampoco consideró morirse como remedio. Llegados a este punto, lo conveniente parecía que era pintar en soledad, no exponer su trabajo. Semanas de dudas, sin saber qué hacer.
Hasta que un día, encontró la solución en uno de sus sueños. Había soñado con una cesta de pan. El pan se deshacía al tocarlo con sus manos, transformándose en granos de trigo. No olvidaría lo aprendido, pero regresaría al origen, a la semilla, a los lienzos de amarillos, de verdes y de azules. Había demostrado su genio, ahora pintaría estudios de color.
10 de diciembre de 2016
Soledad Domínguez Menéndez
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Clío dice
Leí corriendo y encontré una frase inventada a medias … Amalia descansó tras la siega a la edad de dieciséis años …como si hubiese nacido de ese modo y en esa edad.
Soledad Domínguez dice
Gracias Clío, me alegra que seas capaz de leer y hacer deporte a la vez… Espero que este nuevo año puedas mejorar tu comprensión lectora.
Clío dice
Pena que no captaras el elogio de la inspiración.
Por comprensión y educación no diré más.
Soledad Domínguez dice
Comprensión y educación, caretas de condescendencia.
Cuéntame algo bueno de verdad, que me haga más paciente o amable, más dura o salvaje, pero escribe. Un poema, un cuento… Algo divertido o atrevido o distinto, algo que me haga creer de nuevo en la palabra. Demuestra tu brío y desparpajo, tu brillo si lo tienes. Lo demás no me sirve para nada.