Camboya es la polla
El tiempo vuela. Si se le suma el factor – estar fuera de la rutina – vuela aún más rápido, y si ya se le añade el hecho de estar en un país en el que parece que inventaron eso de –mi casa es tu casa– uno se puede ir olvidando del reloj y el calendario.
Hoy hace tres semanas de mi entrada ilegal en el Camboya por una de las fronteras con Vietnam. Si, ilegal. Afortunadamente, no tuve que saltar ninguna valla en busca del trabajo que otros no quieren para usar ahora ese adjetivo, sino que tuve la suerte de ser un blanquito despistado que tuvo que volver tres días después a la frontera por donde entró, tras preguntar en varias agencias de Nhom Penh a ver si mi hipotético visado era de multiples entradas y obtener la – llamémosla curiosa respuesta de –You have no visa, para que unos policías le dieran el visado camboyano entre risas y diciendo en un inglés de andar por casa –You illigal in Cambodia–.
El caso es que me perdí un poco llegando de Ho Chi Minh a Bavet (ciudad camboyana fronteriza con Vietnam). Además, me entretuve al pararme en una fiesta que tenían montada unos tipos vietnamitas muy simpáticos a unos cincuenta kilómetros de donde cometería lo que probablemente acabe siendo el mejor delito de mi vida. Me paré por el espectáculo que vi al pasar. Unas mujeres me vieron y les dijeron algo a los hombres que estaban preparándola al más puro estilo Viet. Me hicieron señas y dijeron cosas que acabé interpretando como una invitación a que me sentara con ellos. Yo, que no me corto un pelo, me vi al de unos segundos comiendo algo que a día de hoy quiero pensar que era pollo, bebiendo chupitos de vino de arroz, bailando y cantando en un vietnamita que me iba inventando según me daba.
Después de eso y un par de paradas más, llegué al punto en el que mi imaginación y la emoción de entrar en Camboya harían de las suyas. Pasé por una oficina en la que me pondrían un sello de salida de la república socialista de Vietnam. Pensé que con eso ya estaba 0K para entrar en Camboya y algo así como que los miércoles el visado camboyano era gratuito. Después, dormí en la guest house más barata que encontré porque se estaba haciendo de noche.
Al día siguiente, monté en La Poderosa II y tiré para Phnom Penh. Faltaba poco para llegar a la capital del país que me lleva acogiendo durante tres semanas, cuando paré en una gasolinera para preguntar cuánto me quedaba. Parecía que era una de esas veces en las que nadie me entendía, hasta que un chico que hablaba inglés se me acercó y me dijo que estaba a veinte kilómetros de mi destino. Además, me comentó que él trabajaba como profesor en una ONG que acogía a niños de distintas provincias del país a los que les haría muchísima ilusión conocerme. No se hable más. Allí que fui, de noche, con La Poderosa II y el tipo que acababa de conocer, a lo que en España sería una escuela malamente improvisada.
Al entrar por la puerta de aquel sitio, no tenía ni pajolera idea de lo que iba a ser de mí, pero a día de hoy puedo decir que pasé lo que probablemente acabe siendo la mejor experiencia de este viaje por el Sudeste asiático. Diez minutos con aquella gente bastaron para que acabara quedándome una semana y pico dando clases de inglés a grupos de distintas edades del centro a cambio de un suelo donde dormir – Si, un suelo– y arroz o noodles para desayunar comer y cenar. Lo cierto es que me trataron como a un señor con lo poquísimo que tenían. Me comentaron que yo había sido su primer profesor guiri voluntario que habían tenido, y que si sabía de alguien que quisiera echar una mano en la ONG de esa manera o de cualquier otra, que se lo hiciera saber. Así que si estás leyendo esto y te hace echar una mano por la Camboya más auténtica con camboyanos de la hostia, ya sabes dónde encontrarme.
Jon Hervás
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