28/10/68. A las 00:00 horas de a bordo, tomo la guardia sin novedad. Rumbo 170º. Velocidad 12, 5 nudos. Visibilidad: buena. Cubierto (nubes altas). Ventolina del SE. Mar llana. Barómetro 1028 mb. Mercurio 23º C. Observaciones: se están produciendo fenómenos luminosos (fuegos de San Telmo), pero en absoluto hay indicios de tormenta.
Fdo.: Eugenio Roque Sanz, 2º Oficial”.
Terminadas las anotaciones y firmada mi entrada de guardia en el diario de bitácora, abandoné el cuarto de derrota.
— ¿Sigue ahí? —pregunté al timonel entrando en el puente.
— Ahí sigue —respondió con un hilo de voz.
Continué caminando hasta llegar a uno de los ventanales que daban a proa, y durante un rato, me dediqué a contemplar la lengua de rojo mortecino y de algo así como palmo y medio de largo que pendoneaba sobre la perilla del palo.
Navegábamos en demanda del cabo de Buena Esperanza, y nos encontrábamos frente a Namibia, a la altura de la Costa de los Esqueletos. El cielo, seguía cerrado por altos cirros, y la Luna, por más llena que estaba, seguía sin poder asomarse, y de no haber sido por las “lamparillas” que San Telmo había encendido sobre los palos, y la miríada de lucecitas verdes que producía el plancton agitado por la marcha del barco, la negrura habría sido absoluta.
—Tarde o temprano, tendremos rasca, eso es lo que nos anuncia San Telmo, Xurso —comenté al timonel en tono jovial, mientras me dirigía al alerón para “olisquear” el ambiente.
Xurso no abrió la boca, solo movió con pesadumbre la cabeza. No podía ver la expresión de su rostro; en el puente, la única luz era el tenue resplandor que producía la bombillita que alumbraba el compás, pero sabía que su cara estaba marcada por el miedo.
Ya en el alerón y tal que un sabueso, olí el ambiente y escudriñé el cielo; la ligera brisa que nos llegaba de la cercana tierra, traía el olor áspero y a la vez algo dulzón del desierto. “Pues no parece que se esté preparando”, me dije una vez más, al no percibir otra cosa que no fuera aquella brisa seca.
—Ni rasca, ni rosco, Xurso, solo hay una estática del copón —le comenté siguiendo con el tono alegre, por si le valía para sacudirse los temores, cuando regresé al interior con el ánimo de darle palique mientras echábamos un pito.
Tenía la mano metida en el bolsillo de la camisa, y allí se quedó estrujando el paquete de cigarrillos; un potentísimo relámpago y un descomunal trueno, me dejaron, además de agarrotado, deslumbrado y con los oídos zumbando. La chispa había caído en la mar, a escasos metros de la proa.
“A poco nos deja como la ceniza de un puro”, me dije muy serio, notando como se me irritaba la nariz a consecuencia del fuerte olor a azufre que había producido el rayo.
— Xa chegou o demo —oí musitar a Xurso, escondido como un crío tras la rueda de gobierno.
— ¡Pues como pille al demo ese le voy a dar tal patada en el culo que va a volar hasta clavar los cuernos en una nube! —solté, haciéndome el machito, pues tampoco a mí me llegaba la camisa al cuello.
— La aguja… la aguja don Eugenio….
— ¿Qué le pasa a la aguja? —pregunté, acercándome al puesto de gobierno para poder ver el compás.
— Está loca, ha perdido el Norte —contestó temblando y encogido tras la rueda, pero en ningún momento había dejado de gobernar.
— Ha sido el chispazo; su campo magnético la ha afectado, pero verás como enseguida se recupera —le dije no muy convencido al observar que, según aquel trasto, en lugar de tener el Norte por la popa, lo teníamos por estribor. Que marcaba el Oeste, vamos.
¡Puente!, oímos que alguien musitaba en inglés. Serían las circunstancias, pero aquella voz, sin inflexión alguna, sonaba a ultratumba y parecía surgir de lo más profundo del océano.
¡Aquí, en la proa!, informó la misma voz, mientras que Xurso y yo perdíamos el tiempo preguntándonos con la mirada, él muerto de miedo y yo a punto de estarlo.
Con el ombligo arrugado, di los cuatro pasos que me separaban de uno de los ventanales: sentado sobre una de las bitas del castillo de proa (unos treinta metros separaban este del puente), había un hombre al que, a pesar de la oscuridad, veía perfectamente. Era joven, unos treinta años, calculé. Tenía el pelo rubio, y se le veía grande y fuerte, aunque la especie de halo resplandeciente que le rodeaba, la misma luz que permitía verle con absoluta claridad, le daba un aire enfermizo.
— ¿Qui… qui… quién es usted y qué hace ahí? —conseguí preguntar, asomando con recelo la cabeza por el ventanal.
— Quien sea yo es lo de menos, lo que importa es que ustedes acudan lo antes posible en ayuda de otros hombres; son dos y están a punto de morir a bordo de un bote a la deriva —contestó el aparecido, sin mover siquiera los labios.
— ¿En qué dirección y a qué distancia se encuentra ese bote? —acerté a preguntar para mi propia sorpresa.
— Al SSW, y a ochenta y cuatro millas —informó escueto, al tiempo que su presencia se difuminaba entre la claridad que lo envolvía, luminaria que tampoco tardó en desaparecer.
¿Quién o qué era aquello?, ¿un fantasma?, ¿un ánima venida del más allá? Me volví hacia Xurso. ¿Qué pensaría él de todo aquello? Iba a preguntarle, pero cuando vi su silueta todavía más encogida tras la rueda, desistí. Dudé unos segundos, pero acabé tomando el teléfono que comunicaba con la máquina. Fuera quien fuera, o lo que fuera el mensajero, alguien estaba pidiendo ayuda (de eso no me cabía duda), y en la mar, atender una llamada de auxilio es sagrado.
“Acabamos de recibir una llamada de socorro. ¡Da toda la máquina que puedas!”, ordené tajante a Roberto, el segundo maquinista, cuando refunfuñando descolgó el teléfono.
— ¿Se ha recuperado la aguja? —pregunté a Xurso, en cuanto colgué el aparato dejando a Roberto con la palabra en la boca.
— Creo que sí —respondió con un hilo de voz.
— Pues ya sabes: ¡SSW!
— SSW —don Eugenio confirmó la orden bien a su pesar y no sin antes santiguarse.
— ¡A rumbo! —informó cuando me disponía a tomar el teléfono, esta vez para informar al Viejo.
No llegué a descolgar, don Gaspar, que también era viejo por edad (vueltos a España, pasaría a la situación de jubilado forzoso), apareció en pijama, eso sí, con su sempiterna boina atornillada al cogote.
— ¿Qué ocurre Eugenio? ¿Por qué hemos aumentado máquina? —preguntó con pretendida tranquilidad.
No había sido el zambombazo del trueno lo que había sacado del sueño al Viejo; lo que le había tirado de la cama había sido el aumento de revoluciones del motor, y no era el único al que el desacostumbrado rugir había puesto en alerta… toda la tripulación, tanto la que montaba guardia como la que descansaba, se estaba haciendo la misma pregunta.
Cinco horas y media más tarde, cuando llevábamos recorridas setenta y cinco millas, y con la aurora queriendo asomar sobre un mar encalmado como un plato, las ondas del radar rebotaron en un objeto. El eco era débil y pequeño, y apenas destacaba en la pantalla, pero no cabía duda de que a nuestro frente, había algo que flotaba.
— Tiene que ser el bote, lo tenemos justo por la proa, a ocho millas y media —informó al Viejo, Mariano, el tercer oficial, sin apartar la vista de la pantalla del radar.
Don Gaspar no dijo nada, se cercioró de que tenía bien atornillada la boina, y seguido por Manolo, el primer oficial, y por mí, salió al alerón, se llevó los prismáticos a los ojos y fue el primero de los tres en confirmar lo que el radar había detectado.
— ¿Lo veis vosotros? —nos preguntó.
— Todavía no —contestó Manolo, sin dejar de enfocar los gemelos hacia donde suponía que debía de estar el bote.
Yo iba a contestar que tampoco lo veía, pero en ese momento, distinguí un bultito oscuro que apenas destacaba de la línea del horizonte.
Para entonces, salvo los que estaban de guardia en la máquina, todos los demás tripulantes hacían corrillos por cubierta; se había informado de que corríamos en auxilio de unos náufragos, y era lógica la expectación. Lo que no sabían era la verdad de cómo se había recibido el aviso de socorro, don Gaspar, prudentemente, nos había prohibido hacer la menor referencia al “fantasma”. Oficialmente, la noticia la habíamos recibido por radio y solo cuatro más sabían la verdad. (Manolo, Mariano, Alberto, el radiotelegrafista, y Simón, el timonel que montaba la guardia con Mariano.)
Xurso, que tenía el miedo reflejado en la cara, tuvo que quedarse en el puente tras su relevo, pues se negó rotundamente a bajar a su camarote y quedarse allí, solo, sin asomar la nariz, no fuera a darse la oportunidad de que alguien viera su cara de espanto.
Por otra parte, tampoco habíamos radiado nada al respecto, algo que en circunstancias normales no habría dejado de ordenar el Viejo, a fin, entre otras razones, de alertar a posibles barcos en las cercanías. Esta medida, como la de ocultar la verdad a la tripulación, nadie se la podía reprochar. ¿Cómo íbamos a informar de un posible socorro basado en una aparición? ¡Bastante había tenido don Gaspar con aguantarse las ganas de encerrarnos, a Xurso y a mí, en nuestros respectivos camarotes!
Veinte minutos más tarde, con el barco completamente parado, teníamos el bote a escasos metros del costado de estribor. La embarcación era la clásica de salvamento, una de esas que, al menos en número de dos, portan todos los barcos. Esta era de las más grandes (tendría unos seis metros de eslora), y tenia el casco pintado de rojo, aunque el color que predominaba era el negro del petróleo, sustancia que prácticamente lo pringaba todo e impedía leer el nombre y matrícula del barco al que había pertenecido, datos que, como corresponde, estarían rotulados a popa, en cada una de las aletas. En su interior, tirados aquí y allá sobre las tablas del fondo, había cinco cuerpos.
Aparicio, el contramaestre, lanzó al interior del bote un rezón amarrado a un cabo y después, tiró del mismo hasta que las uñas de la pequeña ancla encontraron donde clavarse. Luego, dos marineros jalaron del cabo, y terminaron de acercar el bote al costado del barco, donde ya colgaba una escala de gato.
— Tú primero —invitó Manolo indicándome la escala con la mano.
Estábamos convencidos de que los cinco estaban muertos —la rigidez de sus cuerpos lo evidenciaba—, pero antes de proceder a izar con calma el bote, debíamos constatar que así lo estaban también los demás.
Como un autómata, me senté sobre la alta borda y girando con el culo pegado a la tapa de regala, pasé las piernas al lado de la mar; puse un pie en la primera tabla de la escala, y lentamente, comencé el descenso buscando con el pie libre el siguiente tramo. El silencio, nunca mejor dicho, era sepulcral, por más que a lo largo de la cubierta estuviera la práctica totalidad de la tripulación: veintisiete hombres.
Hasta el bote, había cinco tramos con una separación entre ellos de sesenta centímetros, pero aquella mañana esa distancia se me antojaba infinita, y dudaba de que por mucho que estirara la pierna, pudiera alcanzar la tabla que seguía a la primera. Sentía el miedo como jamás lo había sentido, pero no era consciente del agarrotamiento de los músculos.
Cuando por fin pude pisar el bote, un sudor frío me empapaba, e incapaz de hacer otra cosa, intenté sentarme en la bancada que tenía más a mano, pero no llegué a poner las posaderas sobre el banco; el cuerpo que arrebujado como un feto, tenia a mis pies, giró muy despacio la cabeza hacia mí.
¡Gracias! —musitó en alemán, abriendo ligeramente los ojos.
¡Aquel hombre era el mismo que hacia seis horas se nos había “aparecido”!
¡Uno está vivo! —grité a la vez que, volatizado el miedo como por arte de magia, me apresuré a sujetarle la cabeza con una mano, mientras que con la otra buscaba una de las suyas.
¡Gracias! —volvió a susurrar con un suspiro que intuí era de muerte.
Lo que ocurrió durante los siguientes minutos, permanece borrado de mi mente; Manolo, que me había seguido, constató que, en efecto, su corazón dejaba de latir. Y también constató que, a juzgar por los síntomas (el cuerpo guardaba cierta temperatura), el de otro de los hombres se había parado hacia muy poco, minutos tal vez.
De los otros tres, dos debían de llevar días muertos; sus cadáveres ya habían comenzado a putrefactarse, mientras que el tercero, todavía no mostraba indicios de ello. En cuanto a la posible causa de las muertes, todo apuntaba a que en los cinco casos se debía a la pura inanición: a la falta de agua y de alimentos. De hecho, el tanque de agua dulce estaba seco, y no se encontró ni una sola de las raciones de emergencia.
Izado a bordo el bote con los cuerpos y trasladados estos al pañol del carpintero donde quedaron cubiertos por una lona, pusimos rumbo al puerto de Walvis Bay, del que nos separaban un centenar de millas, puerto al que arribamos con la noche a punto de caer.
El juez que instruyó el caso, un anglosajón con cara de palo, hizo caso omiso de nuestra declaración sobre cómo habíamos encontrado a los náufragos. En el informe que redactó, y del que al día siguiente entregó copia al capitán, decía en ese punto que, “a las 06:00 horas del 28 de octubre, la motonave española Mar del Sur, navegando en demanda del Cabo de Buena Esperanza, había localizado, a unas 110 millas al Oeste de Walvis Bay, un bote a la deriva en el que se encontraban cinco hombres muertos…”
Nunca se supo quienes eran aquellos hombres; el nombre que pudo leerse en la popa del bote, una vez limpias las letras del petróleo que las cubría, era el de Hindenburg, y su puerto de matricula, Bremen. Pero tal nombre, no figuraba en ninguna lista, ni nadie había notificado la desaparición de buque alguno en los últimos meses.
Mes y medio más tarde, de regreso a España, volvimos a pasar frente a la Costa de los Esqueletos. También era de noche, aunque en esta ocasión, no se produjo el dichoso Fuego de San Telmo.
Ni Xurso ni yo comentamos nada de lo que había sucedido durante la bajada, es más, ni abrimos la boca en toda la guardia, pero creo que los dos tuvimos la misma sensación: alguien a proa velaba por nosotros…
Elías Meana
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- Frente a la costa de los esqueletos - 15 noviembre, 2016
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