En el Cuello de la Cruz, aldea de Cáceres ya desaparecida, el tiempo se deslizaba como un caracol perezoso cuando los hombres y los ganados marchaban a trashumar.
Quedaban las mujeres deshojando almanaques de pared, agradeciendo las visitas que al pueblo hacían ora barqueros ora meleros ora lañadores.
Así le llegaba el turno al sustanciero. Algunas hembras, mas sensibles, venteaban ya su presencia desde el día anterior y ponían el puchero a la lumbre para ir cocinando el caldo con las verduras de la huerta.
El sustanciero levantaba en el prado una tienda de trapo con un palo inhiesto y un travesaño. Las mujeres acudían con sus ollas a punto; algunas las llevaban hirviendo, a otras parecían salirles burbujas desde dentro. Pasaban de una en una. Para evitar pendencias, decían.
Ya en el humilde santuario la mujer destapaba su marmita, el sustanciero sonreía y sacaba su reloj de bolsillo.
Con la mano derecha introducía él su hueso carnoso en la cálida olla. Algunas le pedían que lo metiera y lo sacara varias veces para que dejara mas sustancia. Mas no faltaban las que preferían que una vez en el interior, allí se demorara el hueso, sin moverse, como si siempre allí hubiera estado.
El sustanciero a todas complacía y pasado el cuarto de hora o el lapso convenido, extraía con cuidado el hueso de jamón o de res y cobraba su perra gorda o su peseta.
Así aconteció en varias ocasiones que los pastores regresaran al día siguiente de la visita del sustanciero y encontraran los caldos de sus esposas mas sabrosos que nunca.
Celia Tueros
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- El sustanciero - 9 mayo, 2017
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