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Burenatu Kaitabuku

14 abril, 2021 by Guillermo Mateo Dejar un comentario

Foto de Daniel Norris en Unsplash

La noche del 14 de abril de 1912, las aguas negras y gélidas del Atlántico Norte se tragaron sin contemplaciones al Titanic. En la misma fecha, pero en 1931, Alfonso XIII se echaba al Mediterráneo desde el puerto de Cartagena para huir de la recién proclamada república. En 1948, el atolón Enewetak del Pacífico se hunde ante el impacto de los treinta y siete kilotones de la bomba atómica X-Ray, marcando el inicio de la Guerra Fría.

Las efemérides podrían resultar aparentemente casuales, pero sabemos que la casualidad gusta de sembrar la sospecha. En esta historia de Guillermo Mateo, la desgracia se cierne de nuevo un día catorce, del cuarto mes del año, con el mismo telón de fondo que las anteriores: la inmensidad azul que conforma el océano.

14 de abril de 1986, Burenatu Kaitabuku, Tom Kalilea, Itinraoi, Ballantines, Gaz Pacific.

Hay noches como esta en las que me despierto y esta fecha, nombres y recuerdos, se fugan de la celda de mi cerebro donde están confinados en un aislamiento perpetuo. Ya sé que esta noche el sueño no volverá. La algarada es demasiado ruidosa.

A las dos y cuarto de la madrugada Beltza me despertó diciéndome que bajara a su cubierta, donde dos tripulantes polinesios se estaban peleando. Con mi sola presencia cesó la lucha. El principio de autoridad lo tenían muy bien asumido estos chicos.

Burenatu yacía en el suelo sangrando de un pómulo y con una ceja rota. Pero Tom también tenía señales de la pelea; los dedos de su contrincante estaban perfectamente tatuados de su cuello, destacando en la piel marrón. Se habían enfrentado dos moles de músculo y nervio; los efectos de la violencia estaban reflejados en el aspecto de los contendientes.

Mientras el Segundo Oficial atendía al caído, me llevé a Tom para indagar lo sucedido. En una persona que apenas ha probado el alcohol en su vida, los efectos del Ballantines eran evidentes; “es como agua”, balbuceaba. Habían introducido a bordo varias botellas de whisky, cuando el alcohol en cualquiera de sus modalidades estaba prohibido según las normas de la empresa. En el buque regía la Ley Seca.

En una reunión nocturna después de varios tragos, eso les hacía estar “a la altura de los europeos”. Empezó la sempiterna discusión de alargar o acortar la campaña. Tom quería reducirla de 12 a 8 meses, pero Burenatu quería hacer otro año más.  El argumento para alargarla era simple: con el dinero ahorrado pondría un negocio en la Isla de Christmas, en Kiribati. Y lograría no tener que alejarse ni de su maravillosa chica ni de su paradisíaca isla nunca jamás. Su pareja era la hermana de Tom.

La conversación subió de tono, y el alcohol les hizo enfrentarse. Eran dos auténticas montañas, dos tipos fuertes y musculosos, y el diálogo continuó por tanto con la sinrazón de la fuerza; y la fuerza dio vana razón a la sinrazón.

En pleno interrogatorio sobre lo sucedido, me llamaron de urgencia. Burenatu estaba sufriendo estertores. Rápidamente, Itinraoi se puso con la respiración boca a boca y yo con el masaje cardíaco. Mientras, el Segundo Oficial iba en busca del equipo de oxígeno medicinal al hospital. No se llegó a usar tal equipo; en medio de los jadeos, Burenatu falleció. Más tarde, la autopsia reveló un derrame cerebral irreversible. Se habían atizado de lo lindo.

Solo me quedaron fuerzas para murmurar lacónicamente Bye bye Burenatu, y cerrarle los ojos.

Sentir como se apaga la vida de alguien, como se desmadeja, como su energía se desvanece, es una sensación extraña en una realidad ya de por sí irracional. ¿Por qué? Y te vuelves a preguntar ¿Por qué? Incapaz de responder, te quedas paralizado. El mundo se mueve por otros derroteros, no por el tuyo, no en el tuyo. Estás embotado, te cuestionas todo aquello que no se escribe en la agenda del día a día.

Habíamos sustituido a los oficiales alemanes pocos días antes, y les habían comentado a los polinesios que éramos unos perfectos déspotas. Estaban asustados con estos nuevos mandos. Burenatu fue el primer polinesio que se atrevió a romper el hielo y hablar con nosotros.

Desde Nápoles, donde embarcamos, hasta La Vera, hube de montar la guardia del tercer oficial, ya que este todavía no había llegado. En esa guardia tuve a Burenatu como marinero. En la segunda guardia, el hombre se abrió a la conversación. Era afable –como luego revelaron serlo todos–, con una sempiterna sonrisa. Sus preguntas básicamente iban dirigidas a cómo iba a ser el régimen interior del buque. Los alemanes habían echado por tierra nuestra buena prensa.

Realmente, las barreras cayeron cuando descubrió que también éramos devoradores de pescado; aunque le sorprendió que no lo consumiésemos crudo como ellos. Pero había un punto de conexión, se llamaba pescado. Éramos gente de mar.

Un día me preguntó porqué al cocinero le llamábamos Beltza; le expliqué que en la lengua del lugar de donde procedíamos significaba negro. “Negros somos nosotros”, me contestó. “El cocinero es blanco, como todos vosotros”. Para demostrarle lo contrario, llamé a Enrique y juntamos nuestros antebrazos. Al ver la diferencia de tono, exclamó, “iSí que es negro!”. Y desde ese momento, dejó de ser cooky, y fue referido por la tripulación polinesia como Beltza.

Como todos ellos, era competente y eficiente en su trabajo. Habían nacido en la mar, vivían de la mar, y su horizonte era la línea recta que separa el azul del azul.

Se fue. Se fue, de forma súbita, inesperada. Itinraoi, Tom, y el resto nos quedamos anonadados. Aquello no estaba pasando. Pero la realidad es terca y tozuda. Contra nuestros deseos, Burenatu se fue sin despedirse.

Hacía bastante tiempo que no salían de su celda, pero esta noche, han reventado los cerrojos y los recuerdos amotinados pululan por los recovecos de mi cerebro.

Esta noche toca velar a Burenatu Kaitabuki.

Descanse en Paz.

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Guillermo Mateo

Enamorado de su profesión, a la edad de 27 ascendió a Capitán de la Marina Mercante en la multinacional GAZOCEAN. Años más tarde, como docente, se dedicó a transmitir sus conocimientos en el área de la seguridad con especial incidencia en el mundo marítimo simultaneando con la faceta de Comisario de Averías. Hoy, en su jubilación, empujado por sus hijos, rememora en sus escritos sus experiencias de su vida marítima transmitiendo su pasión vocacional. En sus narraciones describe la relación del hombre con la naturaleza y con sus congéneres con sus luces y sus sombras.

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