
“Mujer fallida.”
Esas palabras resuenan en mi mente cual campanas funerarias. Incesantes, pegajosas, se adhieren a todo lo que hago y lo que toco. Manchan mi alma y ensucian mi reflejo una vez puro. Es una etiqueta que silenciosamente clavaron en mí como un banderín. Incluso sin oírla jamás, puedo sentirla en lo más profundo de mi pecho: habita en sus miradas de desprecio, de asco y de superioridad; reside en sus acusaciones y en su condescendencia; anida en su falsa tolerancia y en su buenismo artificial, recubierto de condicionamientos y normas externas. Es tan parte de ellos como de mí.
Esta idea se aferra a mí cuando menos la necesito. Trato de alcanzar mis objetivos y allí está, arrastrándome al fondo del mar de alquitrán. Una mano se cierne en torno a mi cuello, cortando mi respiración, y cada mirada de desaprobación se clava en mí con la certeza de una bala. Lloro en la soledad de mi retiro y la sombra que proyecta alcanza mi corazón, lo agarra, lo quiebra, lo destroza; me hace dudar de mi fortaleza y convicción.
Ni siquiera sé cuándo se hicieron parte de mí estas palabras, ni por qué. Observo mi rostro sin máscara en el espejo y levantó una mano con suavidad para acariciarme las mejillas, reafirmando mi realidad y humanidad. Ningún potingue podría ocultar lo que soy, por lo que ¿cuál debería ser mi motivación para dibujar un nuevo yo que resulte más agradable a ojos que no me importan? Redirijo mi mirada a mi vestimenta y no veo nada del otro mundo, pero creo que eso es justamente lo que demuestra mi insensatez. Debería adornar mi cuerpo decorativo, convertirme en el objeto que todos esperan ver, seguir las modas y las tendencias. No lo hago, y por ello no tengo valía.
Me pregunto si el sentimiento surgió cuando soñé por primera vez con la compañía de otra mujer y me cohibí en su presencia, lo que marcó mi existencia de forma inequívoca y permanente. Cuando me rebelé y dejé claro al mundo que mi condición no tenía nada que ver con quién era yo como persona, con lo que amaba y lo que detestaba. Cuando rechacé mi rol y todo lo que ello implicaba. Cuando me volví ambiciosa, cuando tomé espacio, cuando grité y pataleé con fervor. Cuando anhelé vivir en un cuerpo asexuado en su totalidad que me librara de mis cadenas y sufrimiento. Cuando se dio la metamorfosis: un llanto de dolor que señalaba “estoy aquí”; una ira carmesí que me consumía ante mi incapacidad de cambiar el mundo, recubriendo mis vísceras de veneno y nublando mi mente con negrura de clara tormenta; la amargura empapada de resentimiento de un ser solitario.
Tal vez todo cambiara cuando me negué a aceptar sin criterio y comencé a pensar por mi cuenta, rechazando todo aquello que no tenía que ver conmigo. Cuando decidí que no seguiría unos moldes injustos preestablecidos por privilegiados y que mi vida la controlaría yo. Cuando llegué a la resolución de no ser una muñeca sino una tempestad.
Tal vez nunca nada cambiara, y lo que soy me haya acompañado desde el nacimiento.
Ya no importa cómo empezara en realidad. A nadie le importa, por lo que a mí menos. Suspiro hondamente en mi aislamiento, trato de eliminar mis miedos con la gentileza de un huracán. La brisa arranca de cuajo un árbol a mi lado, pero yo me mantengo en pie, firme. Siempre lo he hecho.
Es cierto, nada de esto importa ya. Lo que los demás piensen de mí no deberá ocupar mi pensamiento más. Solo sé que si debo enfrentar en soledad este dolor, esta incomprensión, lo haré sin vacilar. Crearé lo que un día será el hogar de innumerables mujeres fallidas más, tachadas de marujas por su curiosidad y de brujas por su conocimiento. Me reafirmaré en mi fracaso y lo celebraré, teñida de amor y esperanza. No dejaré que mi fuego se extinga y en la oscura blancura del mañana seguiré siendo yo, tan mujer como ayer, tan fallida como hoy, tan radiante como el mañana.
Mireia Chouza
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