Aquel mes de julio fue especialmente caluroso. El aire cargado de humedad traía olor a pescado de la conservera de anchoas frente a nuestra casa. Yo llevaba una semana de vacaciones e intentaba olvidar a los quince niños de preescolar, con sus rabietas y sus llantos desolados. Creo que si hubiera tenido hijos, habría abandonado una de las dos ocupaciones. Cada año terminaba más agotada y con un espíritu que nada tenía que ver con el del principio de curso. Aprovechaba las mañanas para salir a caminar por el paseo marítimo. El médico me dijo que eso no era un deporte, que estaba bien para los viejos, pero que a mi edad debía ejercitar el corazón con algo más agresivo. ¡Estúpido!, pensé, mientras observaba un pequeño busto de bronce que adornaba su mesa. Me vi golpeándole con éste en la cabeza una y otra vez, gritando ¿así, así de agresivo le parece bien, o aún más agresivo? Deje tranquilo a mi pobre corazón, que ya tiene bastante…
Una mañana aparecieron unas manchas en el techo del salón, junto a la ventana. Al principio eran de un verde intenso, como el musgo, muy luminoso, pero con los días se iban transformando en un color sucio e indefinido. Pasaba el tiempo y él parecía no verlas. Un paño con lejía habría bastado para eliminarlas pero a mí me gustaba pasar largos ratos allí, tumbada en el sofá, observándolas y pensando que yo no era el único ser vivo que habitaba bajo ese techo. Se me ocurrió que podría regarlas y que en unas semanas habrían alcanzado las cuatro paredes de la habitación; de ellas, irían naciendo helechos, enredaderas, juncos y quizá hasta alguna bestia salvaje. Y entonces me lo imaginaba a él entrando por la puerta, encontrándose a su mujer en plena jungla junto a un rinoceronte. Lo más probable es que, con su mirada inexpresiva y sorteando los obstáculos, se sentara en el sofá sin hacer ningún comentario y abriera el periódico por la última página. No sé cuándo comenzó a venir cada vez más tarde ni cuándo dejó de verme.
Llegó el uno de agosto, y como cada uno de agosto me marché al pueblo. Él ya no venía conmigo. Se quedaba en Santander trabajando porque “los negocios no saben de vacaciones”. En el autobús, después de dos horas de viaje, volví a hacerme la misma pregunta: ¿Cómo un paisaje tan verde y montañoso pasa a otro seco y llano sin transición alguna? Siempre me digo que en el viaje de vuelta estaré más atenta porque eso es imposible. Debo de quedarme dormida en alguna parte del trayecto.
Ya en la casa, solté la maleta en la entrada y me apresuré a abrir las ventanas. Me gusta ese momento. La luz hace que vaya surgiendo cada mueble, y por un instante, me parece no haberlos visto antes. Los observo con la atención y el detenimiento de la primera vez. Paso mi mano y puedo sentir las grietas del tiempo en la madera, y mírala, ahí sigue, cada año más bella. Abro los cajones y veo objetos que me llevan a escenas de mi infancia con un aroma a entusiasmo y exaltación. En el dormitorio, que también lo fue de mis padres y de mis abuelos, no abrí las contraventanas. Cerré la puerta con cuidado, y los ojos. Me acurruqué en la cama despacio, intentando no hacer ruido, que no sonara el colchón: quería que los muebles no se percataran de mi presencia, ni el silencio, ni la oscuridad. Deseaba ser parte de esa ausencia.
Ese mes de agosto fue especialmente caluroso. Mi mujer se marchó al pueblo y unas manchas verdes salieron en el techo del salón. No soporto el campo, especialmente en verano, y esa casa huele a viejo, a recuerdos que no son míos. Poco a poco, el apartamento iba llenándose de un cierto desorden y empezaba a parecerme un hogar habitado. Acumulaba mi ropa sucia en la esquina del dormitorio y se me hacía más acogedor. Me sentía como un rey en plena conquista asaltando un castillo. Al mediodía, bajaba al bar y comía un menú. Mi copa de coñac me la tomaba en casa y saborearla sin sentir su mirada me causaba un gran placer. Luego llegaba mi revancha con la segunda copa. Cuando vuelva del pueblo y descubra esas manchas, lo primero que hará será frotar con la bayeta como si concursara por el premio a las más limpia, pero a mí me gustan, porque conviven conmigo en silencio y sin reproches. Parecemos dos chiquillos cómplices en nuestra maldad: yo callo si tú callas.
Se acabaron las vacaciones y ella regresó a su casa. Durante el trayecto estuvo muy atenta al paisaje y observó de qué manera, efectivamente, un paisaje despejado de tonos cálidos y afables podía pasar a otro abrupto y escarpado como si de un milagro se tratara. Bastaba con atravesar una montaña y entonces desaparecían los campos de Castilla. De repente, sintió una ilusión que venía de la idea de que todo era posible. Cogió un taxi en la estación con ánimo de llegar cuanto antes y abrazarlo diciéndole que volverían a empezar; que todo sería como al principio, que ella se pondría guapa y saldrían a bailar, que se reirían de nuevo robando aceitunas del perolo de su bar preferido, y que pasearían de la mano. Pagó el taxi y montó en el ascensor como una niña con zapatos nuevos. Giró la llave y un tucán voló hacia ella obligándola a agacharse bruscamente para sortearlo. Las flores trepaban por las paredes invadiéndolo todo, de donde salían pájaros chillando que revoloteaban hasta el techo. Su marido, acuclillado y vestido de safari, inspeccionaba el rastro de un animal sobre la tierra rojiza. Dejó caer la maleta y se arrodilló en el suelo, tapándose la boca con las manos. De pronto, él se incorporó, apuntó con el rifle hacia la puerta y seguido disparó.
Con la culata apoyada en el suelo, dijo: “cariño, tenías un león a tu derecha”.
Ana Egea
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