La única razón por la que volvía a esa taberna era para admirar a la mujer más esbelta que hubiera visto jamás. Yo, que era una cría, quedaba eclipsada por semejante hembra, bailando al son de “Pedro Navaja”. Portaba un pañuelo azul turquesa enroscado en la cabeza cual pitón, que hacía contraste con su pigmentación colombiana. Tras la barra, movía sus piernas con una gracia envidiable y aunque no se entendía ni la mitad de lo que salía de su boca, contagiaba la risa a cada rincón de ese antro de mala muerte. Lo que más me sorprendía era lo malhablada que era. Aunque la taberna quedara hecha trizas, no le importaba soltar algún insulto que otro para caldear las peleas. Se partía de risa y yo, aún más. De pronto, muy sigilosamente, se me acercó un señor y se presentó como el doble del Che Guevara. Se pasó la tarde maldiciendo al centro derecha, maldiciendo al centro izquierda, que si Elvis estaba muerto… no podía estar más agradecida de toparme con tal personaje. Sin embargo, a estas alturas, empezaba a intuir que era un viejo verde por cómo subía la mano por mi muslo y aunque no me resultó desagradable, no se me ocurrió otra cosa mejor que coger el mojito y estamparlo contra el suelo que parecía impregnado de manteca de yak. En ese instante, me pareció que se había colapsado el espacio-tiempo, el único ruido en el aire provenía del heptagenario que comía gachas enfrente de las macetas de la entrada. Lo maldije para mis adentros. También me maldije por haber cometido tal estupidez. Se respiraba un ambiente grave y sólo pensaba en salir como fuera de esa taberna, aquella noche. Con un sorprendente desparpajo, la colombiana lo azuzó con un trapo y concluyó la escena escupiendo:”El mojito lo cargo a su cuenta, mi hijito”.
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