La muerte es melodía que suena hueca y rota,
canción lejana que persiste como eco en la conciencia,
letra que bajo el agua se escucha en distorsión.
La muerte es brocha que pinta vidas de negro,
lienzo de futuros oscuros,
lija que pule la vida de fe.
La muerte es ciclón que se impulsa y subsiste al llevarse nuestro aliento con el suyo,
lluvia de desánimo para el que se resbala en el recuerdo,
tormento visceral un día señalado al mes.
La muerte es golpe de shock que frena la vida,
cámara lenta por pasillos en los que te sientes a oscuras,
y veneno en sangre con conato a cronicidad.
La muerte son látigos de arrepentimiento que más que a la piel sangran al alma,
y son palabras que rebotan en ese rincón de la conciencia
donde está todo lo que quedó por decir.
Pero también está la vida,
que se enrarece cuando la muerte la abraza,
se vuelve broma de mal gusto y pierde sentido y color.
Está la vida,
que pese a querer ser consuelo,
sólo recibe la rabia de los que nos negamos a que la suya haya decidido acabar.
Está la vida,
que quiere decirte “agradece que tú sí me tienes”,
cuando tú de lo que menos ganas tienes es de escuchar.
Está la vida.
Está tu vida,
que aunque no te espera;
se va contigo.
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