No sabía sobre qué escribir. Y me dijeron que pensase en cosas que me daban miedo, como Carrie Bradshaw en Sexo en Nueva York.
Son muchas, pienso ahora. Por eso, a modo de estrechar el círculo, quiero escribir sobre un miedo que nos une a muchos y muchas jóvenes y jóvenas. Y ya de paso, intentaré calmar mis ansiedades escudándome en el mal de muchos (consuelo de tontos).
Pertenecemos, yo y muchos de aquellos a quienes está dirigida esta misiva, a la generación que creció con Vicky Bikingoa, Punky Brewster y Leticia Sabater y su muchísima marcha, entre otros muchos. Toda nuestra vida pasada fue una escalada hacia el progreso. Tuvimos un walkman primero (que casi no abarcábamos a coger con nuestras pequeñas manos), un discman unos años más adelante y de ahí pasamos a los mp3 y 4, Ipods y demás historias después. Conocimos, y usamos hasta la saciedad, los pantalones de campana que cubrían todo el zapato y llegábamos a casa caladas hasta las rodillas para disgusto de madres e incomodidad y frío de nuestros pies. Las Spice Girls y los Backstreet Boys fueron los protagonistas de los primeros posters que colgamos en nuestras habitaciones y Titanic fue la primera película para adultos que nos dejaron ver en el cine. El 11 de Septiembre de 2001, niños, pero suficientemente adultos, comprendimos que el mundo era complejo, duro y cruel y, para muchos, fue la primera vez que entendimos que el destino y la suerte son cosas inciertas e intangibles que quedaban fuera de nuestro control.
Sin embargo, no es esto por lo que nos recordará la historia. Y aquí es donde entra en juego uno de mis miedos.
Muchos, acompañados por la suerte de haber nacido y crecido en familias de clase media, hijas e hijos de las parejas progres formadas durante los años de la transición y la movida, hemos tenido la suerte de haber podido acceder a la universidad. Prosperar en la vida era algo que se daba por supuesto, mejorar a los que nos precedieron y dejar nuestra pequeña huella en los anales de la historia. Como, por ejemplo, ser la generación más y mejor formada que nunca ha existido, haber alcanzado porcentajes históricos en el número de mujeres que acceden a estudios superiores o, cada vez más, haber disfrutado de estancias largas en el extranjero para formarnos (y ya de paso también engordar nuestros currículum y poder avanzar hacia ese futuro brillante que todos auguraban para nosotros mientras crecíamos entre algodones.
Pero no será esto por lo que seremos recordados, sino por ser una generación de fracasados. Por ser los campeones de Europa en paro juvenil con un nada desdeñable 55% (tirando por lo bajo) de desempleo.
Es normal que estemos enfadados. Hemos hecho todo lo que nos dijeron que debíamos hacer para alcanzar el éxito. Teníamos un plan trazado a la perfección. Acabar el instituto, hacer una carrera, ponernos a trabajar, comprar una casa, encontrar un compañero de vida y el vestido de novia ideal…todo para conseguir el pack completo del sistema hetero-patriarcal, capitalista, que domina todos los ámbitos de nuestra vida. Lo hemos hecho bien, tras un intervalo de tiempo de entre 4 y 9 años (dependiendo de las facultades, interés y estudios de cada cual), tenemos un título bajo el brazo, pero, cuando nos hemos dispuesto a buscar trabajo, con lo que nos hemos encontrado ha sido con los compañeros de clase en la cola de Lanbide. Nos hemos dado de bruces contra un muro de corrupción y nuestros sueños han salido volando junto con la burbuja inmobiliaria. Nosotros, víctimas de las circunstancias, férreos defensores de la vida fácil que han construido para nosotros, hemos fracasado.
Ante tal frustración y para calmar nuestras ansiedades hemos comenzado la búsqueda sin tregua de culpables. En mi lista negra no se salva nadie: el Gobierno, como último responsable de nuestra educación y primero de la crisis económica; las propias universidades y demás centros educativos, por habernos dejado en bragas; la televisión, la sociedad y Hollywood, por habernos vendido humo y habernos hecho creer que la felicidad sólo la alcanzaríamos mediante el modelo que ellos creyeran conveniente; nuestros propios familiares y amigos, por estar metidos hasta la frente en el fango de este gran engaño; y, finalmente, nosotros mismos, por no tomar el toro por los cuernos.
Y a mí me da miedo. Me da miedo quedarme paralizada y resentida con los supuestos culpables, en lugar de coger mi título universitario (que no sé si de algo me servirá), meterlo en la mochila y comenzar a caminar y a construir mi propia vida. Tal y como venga.
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