A Holden Caulfield le gustaban tanto los Beatles que terminó por matar a John Lennon. Ulises encontró su vocación después de Troya. Empezó de guía turístico y acabó fundando Costa Cruzeros. Su linaje volvería a primera plana gracias a un tal Schettino. Raskolnikov encontró el amor allí en la nieve, en un pueblecito de Siberia. Lo ejecutaron dos años después por un crimen que no cometió. Pasaba por allí, dijo. Dejaba una mujer y tres hijos, el desgraciado. A Alicia le embargó la casa el banco. Peter Pan se despertó de un colocón hecho un cuarentón. A Robin Hood le imputaron por robar a ONGs. Ebenezer Scrooge alargó la agonía de vivir hasta los 103 años y a su entierro no acudió nadie. Los malditos espíritus le engañaron. Cabrones. A Gregorio Samsa sus padres le prohibieron morir. Quizás en el circo se pudiese sacar partido a ese bicho de hijo. Por desgracia, al señor Meursault le conmutaron la pena de muerte. Trató de suicidarse siete veces y, como suele pasar en estos casos, lo mató una guerrilla argelina de Al Qaeda. Fin.
Todo eso, ¿a quién le importa? Nadie pensó en ellos, seguramente. Cuando el reproductor se apagó, cuando la última hoja no dio más de sí, qué pasó entonces, no lo sé. Ahora que Romeo y Julieta murieron, que Kerouac se aburrió de ser tan guay, ¿ahora qué? No importa. El acomodador te echó de la sala, el teléfono te reclamaba y allí les dejaste. Sin ti, allí quedaron, para ser rebobinados y reproducidos hasta la saciedad. Suspendidos en la pantalla o tatuados en un papel.
Duele, de alguna manera, ver que esas criaturas se burlan de ti, haciendo siempre lo mismo, tan ruines, orgullosos, miserables o geniales en cada lectura. Pero ¡ay! amigo mío, ahí están y no mueren. Sabes que siempre estarán ahí, in aeternum, viviendo su vida de novela una y otra vez… esos tipos. Sherlock Holmes enemistado con Moriarty, Tom Joad carcomido por la ira, el temible Kurtz invocando “¡el horror!, ¡el horror!”… todos ellos componen una tripulación única: la ficción. Acompañarán a una Humanidad que ya no será tuya desde el momento en que la muerte te la desgarre. Pero en ella viajarán ellos. Por los siglos de los siglos. Amén.
Puedes llorar, si quieres, pero no te lo recomiendo. Si a estas alturas de la película no te has dado cuenta de que papá no se fue a por tabaco, será mejor que vayas al cementerio. A buscarle. Allí está él, allí están ellos. Allí estarás tú. Y yo. Todos fríos y sin constipados, con gusanos jugueteando por los orificios donde algún día habitó un cerebro que tanto lloró. Flanqueados por losas de cemento en las que alguien grabó algún recuerdo de alguien. Y el tiempo se encargará de cubrir el recuerdo con musgo. La muerte ríe siempre última, y ríe jodidamente bien.
Qué tristes los finales felices, ¿verdad? Esa gran falacia, ese siempre tan embustero. Quizás todo ocurrió de otro modo, quizás alguien sintió hastío y se puso una soga al cuello. Puede que quisieran volver atrás y desearan que nada hubiera ocurrido. Pero es inútil. Nadie se pregunta qué dramas pudieron vivir después del beso final, cuando los niños aplaudieron al héroe al morir el villano. Todo eso, poco importa, porque ahí hubo uno de esos FIN que parecen definitivos, imperecederos. Se quedan suspendidos en el aire, en la imaginación de cada uno. Y habitan, y viven. Como las personas, que al morir pasan a vivir en el recuerdo de otras personas, la ficción muere con el rótulo que indica el final, pero pasa a ser inmortal en la mente de cada lector o espectador.
Cada mente engulle la ficción a su manera y le da el sabor que desea. Es, sin duda, el alimento fundamental de esta vida que se nos presenta como retroalimentación continua de un desierto que es la realidad del que intentamos escapar constantemente y una ficción en forma de espejismo. Creerse Aquiles está muy bien, porque cuando uno levanta la mirada de las hojas y otea este más acá que es nuestra realidad, acaba por estar convencido de que nadie le reventará el talón. La ficción, al fin y al cabo, no es más que la dosis de mentira necesaria para sobrellevar la existencia.
A veces, pienso, me gustaría vivir en una canción o en una película. Que el sentimiento perdurase en mí, como una huella imborrable. Habitar en ese sentimiento que he vivido por un segundo cuando una nota de piano ha desenterrado en mí cierto recuerdo del pasado, cuando cierta mirada de la actriz me ha hecho verme reflejado en ella. En todo ello querría vivir eternamente. Hacer de un segundo una eternidad. Pero no. Quizás sea mejor que allí haya quedado. Que allí haya muerto. Sólo así puedo ser humano, si es eso lo que quiero.
De algún modo, necesitamos ser desposeídos de lo eterno y lo imperecedero. Necesitamos que las canciones, las películas, los sueños y los amores mueran en nuestras manos. Que las ficciones tengan un fin. Para volver a ese lugar donde no pasa nada, donde simplemente existimos. Necesitamos morir en nuestras ficciones para volver a esa realidad, a sentir hastío, para poder aspirar de nuevo a ese segundo que dura una nota de un piano, a esas cuatro líneas de un libro. Para dejar de existir y poder ser, necesitamos un fin.
Somos seres intermitentes, bromeamos, besamos, sufrimos o matamos, pero siempre de forma esporádica. Cada acción, por hermosa o abominable que sea, afortunada o desgraciadamente, tiene su final. Así nos han hecho, pasajeros, transitorios. Efímeros. Y lo siento mucho, pero aquí no hay hoja de reclamaciones para saciar penosamente la indignación existencial. Nada aterra más al ser que el no ser, es decir, concebirse a uno mismo tragado por esa tierra que le vio andar, consumido por el tiempo y borrado por el olvido, el día en que llega la fecha de caducidad de uno mismo. De todo lo que fue. Por eso es tan necesaria la ficción, porque no somos nada y nuestra levedad nos duele. Porque existimos a lo largo del tiempo mediante orgasmos absurdos de pocos días, horas, minutos o segundos. Sólo así podemos arrastrarnos por el tiempo y el espacio sin morir –antes, por supuesto– en el intento. Es nuestra particular zanahoria puesta en nuestra cara de asno.
Al final, todo es un miserable truco para tratar de burlar la muerte. Al fin y al cabo, es todo un truco. Un maravilloso truco.
Mikel Martínez Roda
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