Las notas originales del siguiente escrito las tome una tarde cualquiera de septiembre. Naiel quiso ensayar con Ainara Legardon en Oma. Yo todavía no la conocía, no habíamos compartido sushi de sofá, no sabía que brindaba con leche de soja. Después de escuchar su último disco, “Every minute”, un coágulo de rabia y rock, he querido rescatar estas anotaciones.
Qué daría por ser un niño de nuevo, tan sólo por un momento, que fuera niño y pudiera creer en lo irreal o dudar ante lo fantástico. Ah, si hubiese conocido a Ainara cuando era un niño.
Llegó a Oma vestida de negro. Naiel le enseñó la casa y ella contempló cada detalle en trance. La oí gemir en la biblioteca cuando descubrió la puerta secreta, y también en mi habitación, con el triciclo y las viejas cámaras de fotos, le temblaba la voz al recorrer el estudio de Giusep y fue capaz de emocionarse cuando resquebrajamos una sandía. Ainara miraba los objetos como intentando adivinar a qué sonarían. ¿Qué ruido hará ese jarrón cuando lo estalle contra el suelo? Nos habló de un mal que la afligía y la perseguía desde hacía años, un dolor que le impedía vivir a ratos. Cada vez que sufría un episodio le dolía la cabeza, la luz le molestaba y ni siquiera era capaz de disfrutar de todos esos sonidos que tanto apreciaba. Había aprendido a vivir con aquella dolencia, pero a veces parecía distraída, como si presagiase su vuelta.
Después de comer, comenzó a preparar el ensayo. Sacó sus aparejos, todos llenos de botones y jacks y pedales, acumuló cabinas con tumores metálicos y teléfonos acoplados, xilófonos que no eran xilófonos, instrumentos hechos a mano y bafles antiguos. También se colocó un micro que reconociese los latidos de su corazón y la respiración de su garganta: contrabajo biológico. Parecía tan delicada, ella. Luego comenzó a calentar. Chillaba y gruñía, y su voz la agrandó y la hizo temible. Naiel se enfrentó a aquellos gritos guturales armado con un Nord Stage y el aire se infló en texturas melódicas. La miraba. Los dos músicos se habían unido en una misma historia.
Antes de ensayar explicaron algo de crear una banda sonora para el último de los poemas de Góngora. Un proyecto que prometía aventuras, pero que, como recitó Maldelstam una vez, se perdió en el reino de las sombras. Es igual. Mientras les escuchaba en Oma sentía la poesía desolada del culteranista, vivía su narración. La música de Ainara me volvió náufrago, la de Naiel me ahogó en el oleaje. Sin embargo, en medio de la tempestad, pude discernir una voz solitaria, un cántico de sirena claro y perturbador. Ainara cantaba y el Nord gemía con ella. Los dos músicos se movían acompasados, como en un vals arrítmico, como en un tango atmosférico.
Decían tocar sobre un viejo poema, pero su canción parecía aún más antigua, de arena y agua salada, un cántico arcaico. ¡Ah, si hubiese conocido a Ainara cuando era un niño!, sin duda lo sabría, sabría que existen las brujas, que existe la magia.
Martín Ibarrola
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