De nada sirve llevar el reloj adelantado si la pereza me vence, si soy incapaz de salir de la cama tres minutos antes, o incluso dos. Con dos hubiera bastado… A lo lejos, ve el autobús al que tendría que subir a punto de cerrar sus puertas y seguir ruta. Aunque echase a correr, no lo alcanzaría. El suelo está cubierto de sal y nieve sucia; los zapatos de ante acabarán destrozados. Una mala opción, tenía que haber escogido otros. Odio que la mañana empiece así, el resto del día sólo puede acercarse al desastre. Me está bien empleado ¡por perezosa! Aprende a levantarte antes- se dice– elige o abandona, elige o vuelve a casa.
Tal vez si apurase el paso podría coger el siguiente autobús, que sale de la plaza de Santo Domingo. Llegaría justa de tiempo, pero no perdería la conferencia entera, la única a la que deseaba asistir.
Elijo la conferencia, iré como sea. Camina ligera, aunque a cada paso le duelan más los pies por el frío. Se acerca a la plaza, ya casi ha alcanzado la parada, ahí está, puede verla mientras espera ante el semáforo en rojo. Vuelve a repetirse la escena, esta vez pierde el 166 que abre y cierra sus puertas. Se va. Maldice el semáforo, los coches, la nieve…
Prosigue su auto castigo. Ha elegido, debe ir. Comprueba los bolsillos, dieciocho euros con veinte, suficiente para un taxi. Ese dinero le hacía falta para comprar un libro y un paquete de tabaco. Incrementa el castigo: Ahora sin fumar ¡por vaga, para que aprendas a no remolonear entre las sábanas!
Han pasado tres taxis, todos ocupados. Se acerca un cuarto que parece vacío. Levanta la mano derecha, colorada por la baja temperatura. El vehículo se detiene a su lado y abre la puerta trasera. Con un pie dentro y otro fuera del coche, observa tirados en el suelo envoltorios de caramelo y una manzana. Qué extraño, piensa, y aunque no dice nada al respecto, el hilo interior se tensa. Pide al conductor que se dirija a la Universidad.
-¿No prefieres conocer París? – responde mirándola a través del espejo retrovisor.
¿París? Se fija en el salpicadero del coche, no hay taxímetro y el tipo viste un pijama azul. La joven mantiene la puerta abierta, sujetando la manilla con los dedos helados; duda entre bajar, o quedarse y suplicarle que por favor la lleve a su destino. ¿Qué narices estoy haciendo? ¿por qué ha parado si no es un taxi? Pero sólo importa una cosa. Faltan diez minutos, la conferencia es a las once, y maldita sea, aún hay gente amable… Opta por poner la mejor sonrisa sin parecer una fulana.
-¿Me podría usted acercar a la Universidad?
-Ahí no aprenderás nada, el amor… ese es el verdadero conocimiento.- el hombre envuelve con sus dedos una figura de la virgen que cuelga del retrovisor; los mueve de arriba abajo.
Ella no dice nada, la cara le arde de vergüenza y confusión; da las gracias y se baja del coche.
Sólo es un coche blanco, un coche blanco… y un hijo de puta al volante. No necesita ningún vehículo, puede caminar. Llegará tarde, pero no importa, la cuestión es lograr el objetivo, perseverar. Trata de ser consecuente, responsable. Izquierda, derecha, izquierda, derecha.
La conferencia terminó hace rato, pero lo ha conseguido, a pesar de los pies congelados y unos zapatos blancos por la sal. El conductor… no se lo quita de la cabeza. ¿Para qué paró? ¿por qué? ¿Querría hacerme daño? Ahora sí, el miedo aparece, miedo a un secuestro, a una agresión, miedo a la crueldad, a la locura, a la muerte. Debí decirle que era un imbécil. Debí abandonar en el primer intento, regresar a casa, a mi cama y seguir dando rienda suelta a la molicie.
Por primera vez contempla el abandono como la mejor de las decisiones.
Soledad Domínguez Menéndez
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