¡Venganza, venganza! escucho en una voz dormida. ¡Venganza, venganza! resuena como un eco en mi cerebro vacío y frío.
La espuma espesa de la cerveza cubre, sin remordimientos, el dorado líquido. La sequedad de mi garganta explota con las ligeras burbujitas que trago ansioso.
¡Venganza, venganza! vuelve a repetirse el quejido atormentado. Miro alrededor, sólo mesas vacías. La barra del bar con gente y yo, agazapado y escondido como un animal huidizo tras mi vaso de cerveza.
Las palabras, las benditas palabras saltan a su antojo en el espacio hueco y oscuro de mi cráneo. Rebotan y rebotan, queriéndose proyectar hacia una dimensión más amplia. Presas del miedo y encerradas en un puño prieto se agolpan dentro de mi anodina cabeza. Tropiezan contra un muro denso, creado por una amalgama de mis pensamientos que, convertidos en palabras, incansables, buscan un resquicio por el que librarse de esa prisión que es mi cerebro.
¡Venganza, venganza! retumban en un ávido lamento. ¡Serán pesadas! No paran de aporrear una puerta sin bisagras, que no se abre, pero sí se cierra. Es el portalón de mi fortaleza. Es el foso que separa mi decir de mi pensar. Porque pienso más que digo. Imagino más que vivo y me miento más que… no sé qué decir. La revolución de las palabras.
Itziar Ruiz Ortega
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