En este caso, toda similitud con la realidad no es pura coincidencia. El pasado otoño de 2019 Orlando Duque subió a la plataforma del puente de La Salve y ató su coleta con una goma. Más de 50.000 personas lo observaban desde la Ría y chismorreaban sin bajar la barbilla. ¡Es el último salto de su carrera! ¿Qué hará?, ¿será capaz de superar las cinco rotaciones hacia adelante?, ¿y qué pirueta elegirá?, ¿qué requiebro?, ¿qué tirabuzón?, ¿saldrá de espaldas?, ¿hará el pino? El día anterior el saltador de clavados colombiano había ejecutado dos buenas actuaciones que lo auparon hasta el quinto puesto, pero esa mañana despertó con una vieja lesión en la pantorrilla de su pierna izquierda —su cuerpo había dicho “¡basta!”, “¡déjalo ya!”—, así que tuvo que tomar una decisión: renunciar al tercer salto y pasar directamente a la ronda final, quedando instantáneamente relegado a la última posición; o aspirar al podio y arriesgarse a lesionarse en el tercer salto, lo cual supondría perder la oportunidad de despedirse. Ningún atleta de élite está realmente preparado para ese dilema, y él todavía menos, pues a sus 45 años atesoraba 13 títulos mundiales, 9 victorias internacionales y dos récord Guinness. Embutido en un asfixiante traje de baño, tan colorido que espantaba las miradas refinadas, Orlando prefirió terminar su carrera con dignidad.
Una estridente voz gritaba frases ensayadas por la megafonía y la multitud coreaba su nombre. Orlando Duque, ¡la leyenda!, clamaban. Pero la leyenda no lograba concentrarse. Y a 27 metros no hay lugar para la duda. Si uno salta desde esa altura pasa de 0 a 85 km/h en un parpadeo largo y aunque varios buceadores agiten la superficie del agua para minimizar el golpe, hay un instante en el que la parte sumergida del saltador desacelera y la otra mitad del cuerpo sigue acelerando, comprimiendo la columna y la cadera con una fuerza de unos 300 kg. La caída dura tres segundos y el clavadista frena por completo en una distancia menor a cuatro metros, lo cual provoca una sensación parecida a la de un accidente de coche. Los saltadores entran en el agua con tanta velocidad que crean un efecto bomba, un champiñón atómico invertido, que muestra la peligrosidad del salto. Si Orlando olvidara tensar algún músculo en el aterrizaje o moviera erróneamente alguna de sus extremidades acabaría fácilmente con un abductor desgarrado, un hueso roto o algo mucho peor.
Los organizadores aprovecharon la salida del deportista para pinchar una canción hawaiana y el colombiano sufrió un escalofrío de nostalgia, pues se trataba de la isla donde conoció a su mujer y en la que vive desde hace años. No obstante, en las profundidades de su interior debía de sonar otra melodía soterrada, sin coros ni acordes alegres, una música que sólo reconocerían los niños de Cali. Porque Orlando nació y creció en el humilde barrio de Cali, que en la Colombia de los años 80 era un territorio dominado por los cárteles de la droga y la delincuencia. Su padre, Félix, trabajaba en el mercado de frutas y verduras. Su madre, Jael, era ama de casa y preparaba exquisitos pucheros para los trabajadores de las fábricas cercanas. De ella aprendió la disciplina y el sacrificio que le permitieron llegar a alturas inimaginables.
Al pequeño Orlando le gustaba andar, le gustaba tanto que si su madre le daba dinero para el autobús, se lo gastaba en golosinas y hacía el trayecto a pie. Era un atleta innato, un deportista en potencia, y cuando descubrió el mundo de las piscinas, sus entrenadores no daban crédito. A los diez años ya se lanzaba desde tres metros de altura. A los trece competía en ligas y campeonatos nacionales. A los quince, era el rey del trampolín. En el instituto le aburrían las clases de Matemáticas y Geografía, aunque destacaba en Gimnasia, y soñaba con ser batería, como tantos otros adolescentes de los 80. De hecho, esa coleta que acabaría convertida en un icono de su deporte, no era la herencia de los primeros hippies, sino un tributo a sus ídolos de Metallica, Slayer y Pantera. El deporte acuático acabó por estructurar su vida y moldear su personalidad, y con esa brújula inmóvil en la cabeza, se alejó de las malas amistades y cursó una carrera de ingeniería.
Pero.
A veces resulta complicado modificar el rumbo inconsciente de nuestras pasiones y uno de sus veranos universitarios viajó hasta Gänserndorf, un pueblo pequeño cerca de Viena donde lo contrataron temporalmente para realizar un espectáculo acuático. Su trabajo consistía en subir una escalera de 25 metros de altura y lanzarse a una pequeñísima piscina. En ocasiones, también debía prenderse fuego antes de zambullirse en el agua. Cosas del directo. Fue allí donde se rindió por fin a la vocación que le había acompañado desde crío y que acabaría por marcar su vida. Sin descanso repitió esa secuencia de movimientos eternamente iguales, los giros de brazo, la respiración contenida, el número de latidos… El clavadista ejecutaba los saltos de memoria, como una retahíla escolar, y jamás permitía que ningún verso quedara sin rimar.
Así que cuando la multitud de Bilbao coreó su nombre, Orlando sintió el peso de una vida estricta sobre sus pulmones. Había saltado desde los riscos de Tailandia, desde el monte japonés de Fuji, desde el valle de Wadi Shab en Omán, desde la isla croata de Vis, desde la estatua de la Libertad, desde un rascacielos de Dubai, desde un cenote en Yucatán, desde la fortificación marina abandonada de Maunsell, desde los grandes árboles del Amazonas… ¿Qué haría ahora? Amigos y rivales lo animaban desde abajo, y alguno, como el mexicano Jonathan Paredes, lloraban de alegría, de tristeza, o de ambas; quién sabe. A Orlando también se le estaban aguando los ojos, así que respiró hondo y agitó los brazos, no tanto para animar al público, sino para espantar sus propias emociones.
Tenía claro qué truco realizaría para su último salto. Sería el mismo que eligió cuando navegó desde Punta Arenas hasta el Polo Sur. Aquella vez Orlando Duque quería llamar la atención sobre el deshielo de los casquetes polares, así que agarró unos crampones, un par de piolets y trepó a un trozo de hielo de 20 metros de altura que flotaba sobre el mar helado. Buscó la esquina menos inestable, clavó los tacos en el quebradizo suelo y saltó. Fue una voltereta lenta y simple hacia delante, sin requiebros ni tirabuzones, tan mínima que multiplicaba la belleza del salto y por un momento mostraba la silenciosa concentración del clavadista. Esa voltereta era lo más cerca que había estado de volar… y sería el final perfecto. Antes de salir, Orlando había escuchado el análisis de los comentaristas. Vaticinaban la victoria de Gary Hunt, que llevaba esquivando la sombra de Orlando desde que en 2013 se alzó como el primer campeón oficial de este deporte. El hecho de saber que su eterno rival ganaría aquella competición fue, en cierta medida, un empujón de alivio.
Aspiró hondo y al espirar expulsó algo más que aire, pues sintió cómo salían de su cuerpo recuerdos y emociones que habían permanecido ocultas durante años. Se aproximó al borde y las 50.000 personas que se agolpaban a ambos lados de la Ría dejaron de hablar. Había llegado el momento. Levantó los brazos, flexionó las rodillas, notó una punzada de dolor en la vieja lesión de su pierna izquierda y saltó. Y entonces ocurrió algo que ninguno de los presentes sabría explicar después con detalle. La caída se ralentizó, como si se tratara de un globo de helio pinchado, como si la fuerza de la gravedad no lo afectase del todo; y aunque las televisiones aludieron a problemas de conexión, todos fueron testigos de ese extraño fenómeno. Orlando Duque realizó una voltereta simple hacia adelante y todavía le sobró tiempo para observar los alrededores e incluso preguntarse qué estaba pasando. ¿Por qué floto? Los testimonios recabados durante aquel día varían y muchos exageran la anécdota, pero la mayoría coinciden en que tardó más de seis segundos en caer al agua.
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Martín Ibarrola
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