resbala volando el albatros
con sus grandes alas de música
dejando sobre la tormenta
un libro que sigue volando:
es el estatuto del viento.1
La mañana del día de Nochevieja de 1981, mientras realizábamos una rutinaria operación de carga en la terminal de Ingeniero White, me escapé del barco y fui a dar un paseo por la cercana población de Bahía Blanca. Quise comprobar que existía vida más allá de la regala del buque.
El vagabundeo me condujo a una librería, donde adquirí varios volúmenes. Uno de ellos llevaba por título: “Juan Sebastian Gaviota”; su autor, Richard Bach. Relata la historia de un sueño.
Lo leí varias veces, algunas acompañado por la banda sonora de la película del mismo nombre: el complemento ideal.
La siguiente vivencia sucedió en abril de 1986. Las sensaciones que viví, entre Hatteras y Newfoundland, de vuelta a Europa, entre jirones de niebla, me hicieron rememorar aquellas páginas.
La ficción no me defraudó, estaba a la altura de la realidad.
Esta escena preside el altar de mis recuerdos: uno de los más hermosos.
En alta mar navega el viento
dirigido por el albatros:
esta es la nave del albatros:
cruza, desciende, danza, sube,
se suspende en la luz oscura,
toca las torres de la ola,*
Hoy, al igual que ayer, una pareja de enamorados roba mi atención en la guardia. Solos en esta inmensa pista de baile, llevan toda su existencia ejecutando la inacabable danza del Sí, quiero. Un compromiso de por vida, hasta que la muerte los separe.
Su vuelo grácil me hipnotiza. No existe el espacio, no existe el tiempo.
Colgados en un compás lento y elegante, Ginger y Fred mantienen una distancia sensual, delicada. Me subyugan con sus sedosos movimientos. No importa lo sutiles que sean: cada cambio en la silueta de uno, queda replicado de forma perfecta en su pareja. Dos almas gemelas, dos amantes eternos. No sé quién es quién, son uno en dos.
Etéreos e intangibles, liberados de la prisión de un cuerpo limitado, vuelan en comunión con el perfil de las olas en un sincronismo majestuoso.
Con las alas desplegadas en todo su esplendor surcan su cielo con la elegancia propia de la sencillez que evoca a los legendarios clipper2 de la carrera del té. Vuelo con ellos. Me siento el gaviero que, en el silencio, a horcajadas en la cofa del mastelerillo del palo mayor, toca el cielo.
Transcurre la guardia. ¡No!, no transcurre; más bien, flota en un espacio inmaterial y el tiempo simplemente se diluye.
Me abandonarán en las cercanías de Newfoundland, manteniendo constante una casta distancia entre ellos y la superficie ondulante de este mi Atlántico Norte. El único mar frío de la Tierra que no es su territorio.
¿Qué motivos les habrá empujado a abandonar su mundo?
¿Habrán resucitado Dafne y Cloe con su deliciosa inocencia?
¿Será una aventura de adolescentes inconformistas escapando de su hogar?
¡Quizá fuese un rapto consentido y logrado!
O, ¿acaso, en su madurez hayan sentido la necesidad de huir de la monotonía en busca de nuevas emociones? Elucubraciones de un soñador hechizado por el vuelo solemne de esta pareja de albatros errantes.
Hoy, otra vez más, me dejo atrapar por su belleza. Cierro los ojos, vuelvo a surcar mi añorado Océano en su compañía.
- Pablo Neruda, “El albatros errante”. ↩︎
- Los clipper (to clip: cortar… el viento) eran veleros diseñados para alcanzar grandes velocidades. Fue famoso el pulso entre el “Cutty Sark” y el “Thermopylae” en la carrera del té, el ganador, el primero que llegaba a Inglaterra con el cargamento de la última cosecha era el que mayor beneficio obtenía. Alcanzaban 15/16 nudos correlativos, una velocidad que hoy en día no desarrolla la gran mayoría de buques de propulsión mecánica. ↩︎
Guillermo Mateo
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