Son más de las siete de la tarde. Creo. No tengo reloj y el esfuerzo de sacar el móvil del bolsillo me parece excesivo. Ya ha anochecido y las luces de Navidad me molestan. Qué despilfarro de dinero. He dejado la compra del súper a mi lado en el banco, para así evitar que alguien se me acerque. Odio esta ciudad. Odio sus habitantes, coches, perros y ruidos en general. Ojalá fuera sordo. Ojalá fuera polvo. Sin embargo, tengo obligaciones que cumplir. Aún no puedo dejar todo atrás.
La Navidad me deprime. Me recuerda a todos los seres queridos que me abandonaron. Muertos o vivos. Es lo mismo. Mi lista de contactos del móvil está llena de números que jamás voy a llamar. Ni ellos a mí. Soy tan prescindible como una farola en medio del desierto. Dejadme en la oscuridad. No quiero ver a nadie.
Cruzo la mirada con un hombre de mi edad, que lleva de la mano a una niña. Espero que sea suya y no la haya secuestrado. La chiquilla me recuerda a la hija que nunca tuve. A la que nunca tendré. Una pena. Ella me daría fuerzas para seguir luchando.
Es hora de volver a casa. Mi mujer me está esperando. La conozco bien. Estará preguntándose por qué tardo tanto si he ido a comprar cuatro cosas. Le diré que había mucha gente y ella sabrá que es mentira, pero no me lo recriminará. Es una santa que no me merezco. Estoy seguro que ella también me abandonaría, si pudiera hacerlo. Ojalá pudiera.
Recojo la compra con desgana y me dirijo a casa tan lento que me adelantan hasta las ancianas en taca-taca. No tienen prisa por morirse. Supongo que la vida es maravillosa y el problema soy yo, aunque tampoco me dan envidia. Ya he vivido más que James Dean, Kurt Cobain y Jesucristo. Tengo treinta y cinco años y ya me pesan, y a este ritmo superaré a Marilyn Monroe. Y total, ¿para qué? Nadie se acordará de mí.
A pesar de que he intentado alargar cada segundo, he llegado a casa en apenas cinco minutos. Cierro la puerta y saludo en voz baja. Nadie me responde. Me quito los zapatos, guardo la compra en la nevera y voy a la habitación de mi mujer. Está postrada en la cama, viendo la tele.
—Has tardado mucho —me dice.
—Lo sé. Había mucha gente en el súper. Por la Navidad y eso… —Ella asiente—. He comprado turrón. ¿Quieres un trozo?
—No tengo hambre. ¿Quieres ver una peli conmigo?
—Claro, ¿pero no prefieres ir un rato al salón? Para cambiar de lugar. Y así aireo un poco la habitación.
—¿Insinúas que huelo mal?
—Al contrario. Es este pueblo el que apesta. Gracias a ti olerá algo mejor.
—Qué tonto eres… Pero llévame primero al baño.
Le aparto el edredón y la agarro en brazos. Cada día está más flaca. Pongo cara de esfuerzo, como si pesase lo mismo que en nuestra noche de bodas. Ella rodea mi cuello con sus brazos y me besa cerca de la oreja. Me hace cosquillas.
—Para, que nos caemos —digo sonriendo.
Ella me besa varias veces más, hasta llegar al retrete. Me alejo en cuanto se agarra a los hierros de apoyo. En la medida de lo posible, quiere seguir siendo independiente.
—¿A qué esperas? Sal fuera.
—¿Vas a cagar?
—¡Cállate!
—Ya me voy… ¿Te apetecen unas palomitas?
—¡Sí, me encantaría!
Voy a la cocina y busco un paquete de palomitas de microondas. No quedan. Joder, soy un inútil. No le puedo dar ni ese capricho.
—¡Voy un segundo a la tienda de abajo! —grito mientras me pongo los zapatos que aún no había recogido.
—¡No! ¡No hace falta que…!
Cierro la puerta antes de que ella termine la frase. Me siento en las escaleras y empiezo a llorar. No puedo seguir viéndola así.
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