
El humo
me lleva al pizo
con puchero en el suelo,
al calor de las maderas
que pisé en mi niñez.
Ese piso con zeta
que deseaba con ansia,
y nombraba con gracia,
cuando mi cuerpo de niña
semidesnudo veía las estrellas brillar.
Cuando el sudor,
las lágrimas y los talones
de mis padres
rebuscaban temblorosos
un mendrugo de pan.
Ya no había
sillas bajas a la fresca,
ni risas, ni gachas para cenar,
pero sí un pizo con camas altas,
testigo de zumbidos,
ruidosos sueños,
y pesadillas escondidas
por alcanzar un jornal.
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