El parque había cambiado. Ya no era aquel solar de cemento, interrumpido por un kiosco de barandilla roñosa. Ahora era un parque limpio y claro. Había unas suaves colinas de hierba, había niños y sobre un suelo acolchado de color granate, giraban unos columpios elásticos, irrompibles, con forma de insecto inofensivo.
Nunca hubo una tirolina más codiciada. Los niños de la región obligaban a desplazarse a sus padres desde otros barrios, a miles de parques de distancia, para probar la famosa tirolina.
Verdadero prodigio de urbanismo y jardinería, zanjaba un cursi decimonónico.
El abuelo era un atildado analítico, de una cierta perspicacia. «Date cuenta. El arco de la vida. Abarca al niño, al joven, al viejo.» En efecto: en un extremo, columpios y toboganes; un poco más allá, canastas y mesas de ping-pong; por último, dispersos, un arsenal de aparatos de gimnasia para viejos desesperados.
¿Cuándo, en qué momento se consumó el cambio?
El trabajo de los años. No fue cosa de un día.
El mismo parque donde veinte años atrás, escapábamos del instituto a fumar unos canutos, a estrenar los primeros desvíos y a ensayar caras adultas de desolación. Aquella mañana, Julen divagaba bajo el kiosco y tras pegar una calada, vino la rúbrica del salivazo. Cabeti juraba que el pegote blanco rebotó en el suelo hasta tres veces, como un animal. Así fue, casi nos da algo. Nos atragantábamos muertos de risa, y al menos, aquella mañana se acabaron para siempre las caras largas.
En el parque, más atrás en el tiempo, a Pablo le hicieron una cura de urgencia una noche de verbena. Era un sábado de agosto. El kiosco soportaba a un grupo de punkis enrabietados. Abajo se formó una melé absurda y oligofrénica, y mi amigo se llevó una patada en la boca.
Rondaba una ambulancia, a Pablo le dieron unos puntos de sutura en la barbilla. Le quedó una marca fea que ahora besa su hija.
Más lejano todavía, en ese parque yo conocería a Lola. Nuevamente una noche de verano, en similar festival excitante y semisiniestro. Lo recuerdo porque fingí, porque no solía hacerlo y aquella vez me hice pasar por borracho, por más borracho de lo que estaba, con vistas a no recibir una paliza y esquivar la bofetada de su novio o colega, un malencarado de barba y pelo largo, pero también –y esto es lo verdaderamente importante– para no alejarme de ella. Sentado en el suelo, presuntamente desorientado, a tan sólo unos metros de ellos. Tal vez un comportamiento indigno. Como poco, una argucia. En cualquier caso, me había quedado prendado de aquella hembra que flotaba entre cagarros y cascos de botella, y no daría un paso hasta conseguir su teléfono.
Lola. Salimos juntos durante un par de años e hicimos corriendo de todo en todos los lugares.
Esta primavera, vi a una ardilla saltando de chopo en chopo en el parque resucitado. No era algo que pudiese decir a nadie. Algorta no es un pueblo de ardillas, del mismo modo que la Galea no es un lugar para avistar zorros. Nos pasó una noche a mí y a Óscar, después de haber probado una marihuana muy rica. Decidimos que era inútil anunciarlo. A cambio, por el sólo hecho de ver aquella cola tupida en forma de plumero, pasamos tres horas contentos flotando entre los acantilados.
La semana pasada volvía del trabajo. Era tarde, llovía. Sólo quedaba cruzar el parque para llegar a casa. Una farola con el foco escrutador iluminaba los columpios, el suelo granate esponjado y unas franjas chillonas, azules y rojas. Chas, chas, la lluvia sobre el balancín. Los niños dormían en sus casas, pues nada tienen que ver los niños con la noche y la mojadura de los parques. Yo aminoré el paso, detenido al borde de la línea granate, y apreté el mango de mi paraguas, que en ese instante me pareció el mejor de los inventos. Sonreí, pero me supo a poco. Bastó con imaginar el columpio en movimiento para reír como un escualo.
¿Qué se hizo de aquel verano, de aquel solar pretérito, de mis ardillas fugaces y predilectas? No importaba.
De pronto, una bomba de relojería. Supe que el parque habría de matarme de pena. Comprendí que ese parque tan moderno, tan cuidado, estaba hecho para durar. Mis hijos crecerían –Álvaro y León. Un día lejano todavía, me encogería de tristeza, sin niños ya. Acaso para entonces corran niños nuevos –pensé–, pero nada me importan hoy los niños del mañana. Chas, chas. El columpio quieto e iluminado. Yo, que llevaba siendo feliz tres años y cuatro meses, odié el futuro con todas mis fuerzas mientras deseaba ver que este se cumplía, y vivir, y caer a su debido tiempo de rodillas en ese mismo suelo alfombrado.
«¿Verdad que la cosa va para largo?» pronuncié.
Entonces, reanudé el paso, aunque no pude esquivar el charco.
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