Anoche soñé con verdes prados. Soñé que el sol me sonreía, los pájaros cantaban con júbilo y las flores abrían sus pétalos, preparándose para un primer amanecer de vida. Se oía un rumor retumbando entre las colinas, “el tirano ha caído” decía. No podía creerlo, pero así era. El nigromante, el gran mago dictatorial, el extirpador de almas, el depredador de la alegría, al fin había muerto. O se había ido. Ya no estaba. La libertad retornaba a este mundo. La vida resurgía. Los bosques que antaño ardieron recobraban la fuerza y la naturaleza crecía por doquier, más hermosa y salvaje que nunca. El viento era puro, la lluvia era limpia y no habría de pasar penurias para conseguir comida. Sonaba música en mi cabeza, no podía creerlo, ¡al fin éramos libres! No se oían gritos, no había malos olores, ya no había sangre por el suelo, ni en mis manos. Estaba limpia, el mundo estaba limpio. Corrí hacia el océano y ¡qué sorpresa! ¡Estaba azul! ¿A dónde fue el negro? Los peces se multiplicaban, los arrecifes crecían arrolladoramente y la felicidad se extendía allá donde me llegara la vista. Las criaturas se recobraban, reproduciéndose, recuperando sus casas, sus vidas, sus derechos. El equilibrio retornaba, la paz nos sonreía y mis pies pisaban el suelo más sólido y limpio que jamás había visto. Cerré los ojos y respiré. Las primaveras serían primaveras y los otoños, otoños. Llovería cuando así tuviera que ser, nevaría cuando tocara y el hielo de los extremos se mantendría quieto cuidando de la balanza. Así era como debían ser las cosas. Un lugar donde tuviera comida, cobijo y familia. ¿Qué más podría desear?
Anoche soñé con verdes prados. Y entonces desperté. Desperté con la bocina de los coches que se agolpaban en una larga carretera. Yo estaba en medio, asustada. El cuerpo me pesaba y el asfalto me quemaba la piel. Vi los pájaros caer inertes al suelo, con el cantar aniquilado. El humo golpeaba mi cara y entraba en mis pulmones. Oía gritos por doquier y olía a muerte. Me arrastré al océano con angustia y, entonces, lo contemplé. El negro seguía ahí, enmarcando los cuerpos de los peces que flotaban en masa. Llovió y se me agujereó la ropa. Vi las brechas en el suelo, inmensas cicatrices por las que la tierra supuraba una masa negra y viscosa. Los bosques ardían, las criaturas morían y la vida se convertía en un peso que no podía soportar “El nigromante es una realidad”. Llevaba una bolsa a cuestas, pesada y ruidosa. La abrí. Estaba llena de objetos. Había ordenadores, zapatos, teléfonos y un sinfín de cachivaches tintineantes, ¡todo mío! Cogí uno y lo observé. No podía darme de comer. No podía ofrecerme compañía. No me ayudaba a respirar, ni me regalaba la música de la vida. ¿Para qué quería yo eso? Lo tiré al suelo con fuerza y miré mis manos. Ajadas y agrietadas, mis manos estaban llenas de sangre, sangre que no era mía.
Aisha Yerga
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