Ya no recuerdo qué día fue, la verdad. Su compañera, María Bengoa, hablaba sobre la literatura y sobre el gusto de leer en una conferencia de la universidad. Al acabar, tuve la oportunidad de contarle a Ramiro la historia de Ritxar. Se interesó por él y se interesó por mí. Encantado, ¡encantadísimo!, me uní a ese grupo de mentes sensibles. Sole, Iñigo, María y Ramiro. Tomamos unas cañas y Pinilla me preguntó intrigado sobre el último capítulo de True Detective. Al parecer, se había enganchado en las últimas semanas. Hablamos de uno o dos libros que tampoco recuerdo.
Noventa y un años.
Cada vez más a menudo veo a personas arrugadas que se arrugan en un sillón y solamente esperan a que el tiempo pase. Él tenía un sillón en su taller literario, pero se sentaba de otra manera, miraba a quien le leyese con esos ojos de canica, vivos, y pensaba, y hablaba. No sé, a su lado me daba la impresión de que envejecer no tenía por qué ser tan desalentador. Supongo que eso debo agradecérselo, ahora sí que quiero llegar a viejo.
Pero. Se ha ido.
Me apetece leer sus cuentos. Ir a su taller y leerle algo. Porque, si soy sincero, no creo que haya muerto realmente.
Martín Ibarrola
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