La casa es sencilla, humilde, pero no miserable. Sólo tiene dos estancias: la principal, y una habitación común. Hay varios niños de distintas edades por la casa, jugando, durmiendo. En la estancia principal, una chica joven sostiene en brazos al menor de los niños. En un rincón hay otro niño, de unos ocho años, que sigue con la mirada a su padre. Éste termina de vestirse en la habitación, cruza la estancia principal y se dirige a la joven:
– Cuida de tus hermanos.
El padre, desde el quicio de la puerta, lanza una mirada triste al interior de la casa, a los niños. Se va.
Pasados unos segundos, aprovechando que la hermana llora y no mira, el niño de ocho años sale corriendo por la misma, única puerta. Sigue a su padre entre las callejuelas de trazado irregular y sin pavimentar, donde la tierra de las aceras se confunde con la tierra de la calzada, porque es la misma tierra, porque no hay calzadas ni aceras.
El padre llega a una explanada sin árboles donde hay un grupo de hombres en corro alrededor de un hoyo excavado junto a un montón de tierra. Muchas piedras repartidas en el suelo. Los hombres miran al padre, que tiene una expresión reconcentrada y seria. A distancia, tras la esquina desconchada de una casa, el niño ve llegar un furgón del que salen unos hombres que sujetan con fuerza a una mujer demacrada y agotada, que tiene varios golpes y casi no se tiene en pie.
Y el niño siente más miedo del que ha sentido en toda su vida.
La mujer es llevada hacia el centro del círculo que forman los hombres mientras éstos la empujan, le pegan puñetazos y la golpean con la suela de los zapatos. El padre no se mueve, sólo mira. Los hombres gritan:
¡PUTA!
¡RAMERA!
¡ADÚLTERA!
El niño se acerca al grupo, a cierta distancia de su padre.
La mujer cae de rodillas. Los hombres que la flanqueaban la sujetan, cogen una pieza de tela blanca de gran tamaño y empiezan a envolverla en ella, empezando por los pies que le atan con una cuerda. La mujer llora.
Cuando los hombres están cubriéndole la cara, después de atarle una cuerda al torso envuelto, la mirada de la mujer se encuentra con la del niño, que se oculta entre las piernas de los hombres. Se miran. La mujer no tiene tiempo de decir nada. Le tapan la cara. Se revuelve. La levantan. Grita. La meten en el hoyo hasta la cintura. Los dos hombres se apartan.
El grupo de hombres empieza a coger piedras. Se detienen, esperan. Un hombre lanza un grito. Una lluvia de piedras. Gritos.
El niño no grita ni llora. Mira a su padre, que tiene desde hace rato una piedra en la mano crispada. Su mandíbula late. Lanza al fin la piedra, que se confunde con las otras.
El niño sigue mirando, inmóvil. Contempla cómo una gran piedra acierta en la cabeza cubierta de la mujer provocando una gran mancha de sangre en la tela. El cuerpo envuelto se desploma, inerte. El niño mira fijamente esa piedra y el lugar en el que ha caído.
Los hombres gritan a coro, jubilosos. Por un tiempo siguen lanzando piedras, hasta que algunos empiezan a irse. El padre ya no está.
Queda el niño solo, frente al cuerpo semihundido. Contempla cómo los dos hombres retiran el cuerpo, cómo lo cargan en el furgón y se lo llevan.
El niño empieza a caminar entre las piedras. Se detiene ante aquella que dio el golpe mortal. La coge, contempla el dibujo de la sangre en la piedra. La encierra en su puño. Camina de vuelta a casa.
Como cada noche, el niño descansa sobre el viejo colchón que comparte con sus otros hermanos. Desde la sala principal llega una débil luz que apenas ilumina. El niño acaricia la piedra con el índice, recorriendo con ternura el reguero de sangre.
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