Llevaban semanas saludándose apenas con un movimiento de barbilla, con un leve alzamiento de cejas. Quizá nunca habrían intercambiado palabra si no hubiesen coincidido una mañana en la fuente, si él no se hubiese puesto perdido de agua, si ella no le hubiese ofrecido un pañuelo de papel, encantador el gesto por inútil. Se llamaba Teresa. Mejor Tere, dijo, nadie la llamaba Teresa desde las monjas.
Tere no era fea, pero tampoco atractiva. En los pleitos con su ahora exmarido había ganado la casa, el perro y unos cuantos kilos irregularmente distribuidos. Los ojos pequeños parecían todo pupila y, cuando sonreía, se le marcaban las patas de gallo de forma que la alegría parecía extendérsele al resto de la cara. Lo del divorcio se lo contaría días más tarde, mientras recuperaban fuerzas con un café y un pintxo de tortilla.
Andrés llevaba tres meses prejubilado, aunque técnicamente estaría en paro un año y nueve meses más. Había supuesto una conmoción terrible para él darse cuenta de que no era imprescindible en la empresa. Pese a los ERE y los despidos y las prejubilaciones que habían sufrido muchos de sus compañeros, su marcha, la suya propia, le había pillado por sorpresa. Confiaba en ascender un par de peldaños más todavía; tal vez, incluso, llegar a ser el jefe de todos. Pero no le habían dado tiempo. Le habían «dejado ir», al estilo americano. Lo habían devuelto a la selva como a un tigre criado en cautividad, a traición, y encima pretendían venderle la idea de que le habían hecho el favor de su vida.
Su mejor amigo había caído fulminado por un ictus nada más jubilarse, así que Andrés adquirió la costumbre de andar cinco kilómetros todas las mañanas. Salía de casa con las legañas puestas y se despejaba con la brisa que entraba del mar. Siempre que no hubiera amenaza de lluvia furiosa, bordeaba los acantilados a medida que el día se iba cargando de luz o de nubes. Las farolas no se habían apagado aún cuando entraba en la casa vacía con el periódico bajo el brazo, se daba una larga y placentera ducha y se permitía un desayuno de buffet hotelero.
El paseo estaba más concurrido de lo que pensaba. Casi todos jubilados como él, amos de casa forzosos, y grupos de abuelitas vigorosas y parlanchinas. Había llegado a conocerlos de vista a todos, a reconocerlos horas más tarde en la panadería o en el supermercado, lo mismo que llegó a memorizar las caras de aquellas personas con las que coincidió en el metro durante años. Pero en el metro nadie se saludaba porque los viajeros no se reconocían como parte de un mismo grupo. Los paseantes mañaneros conformaban una casta diferenciada, cuyos miembros, por un motivo u otro, estaban condenados a disfrutar de todo el tiempo del mundo.
Desde aquella mañana en la fuente, Andrés empezó a buscar a Tere con la mirada. Aprendió a reconocer en la lejanía su figura bamboleante, recortada contra el paisaje a veces difuso por la bruma. Cuando avistaba los remates fosforitos de sus zapatillas deportivas empezaba a preparar la sonrisa, disimulada entre las barbas que exhibía desde que lo prejubilaran. Qué hay, decía él, y ella le deseaba los buenos días. Aunque ella le llevaba la delantera, la zancada de Andrés era más amplia y un día terminó alcanzándola al principio del paseo, donde los chalets individuales dejaban paso a los bloques de pisos y las campas lúbricas de rocío cedían al asfalto.
—¿Qué? ¿Hay gazuza? —dijo ella, seguramente por hablar de algo, pero los pasos de ambos se dirigieron, siguiendo un impulso lógico, al bar más próximo. No hubo premeditación en aquel primer desayuno.
Aquella mañana hablaron del divorcio de Tere, de sus respectivos hijos. Tere había sido ama de casa y llevar al colegio a sus seis hijos durante años había hecho que se acostumbrara a madrugar. Andrés dijo que a él le despertaba muy temprano la alarma de su mujer, pero no mencionó que siempre esperaba a que Isabel se hubiera marchado antes de levantarse de la cama.
Isabel era la directora regional de la Caixa. Cuando Andrés trabajaba, quedaban todos los días para comer juntos un menú (o un par de pintxos, si el trabajo apretaba). Desde la prejubilación de Andrés, Isabel intentaba ir a comer a casa siempre que le era posible y jamás torcía el morro cuando su marido había tenido un día experimental en la cocina. Muchas veces el trabajo no se lo permitía, y Andrés comía con la radio puesta y guardaba las sobras. Para cuando Isabel se lo llevaba a la boca a la hora de cenar, la nevera había convertido el risotto, jugoso a las tres de la tarde, en una bola de billar con trocitos de champiñón incrustados.
Isabel siempre había ganado mucho más dinero que él; Andrés se preciaba de ser un hombre moderno, y había aprendido a convivir en silencio con el sentimiento de inferioridad que aquello le provocaba. Desde que estaba en el paro se sentía secretamente molesto con su mujer. Le habían alegrado sus éxitos profesionales cuando fueron parejos con los suyos, pero ahora que él era un trapo que nadie quería, la envidia le pellizcaba los ojos. Por edad podía haberse prejubilado ella también, y Andrés en parte lo deseaba; de hecho, no podía evitar reprocharle que ni siquiera le hubiese cruzado la mente aquella posibilidad. Pero él jamás lo sugirió; al fin y al cabo, mientras Isabel se mantuviese ocupada tendrían algo de lo que hablar a la hora de la cena.
Lo cierto era que a Isabel su posición le impedía comprender los cambios que había experimentado la vida de su marido. Hasta que conoció a Tere, en una mañana Andrés charlaba con un máximo de tres personas: con el panadero, con el pescadero o el carnicero y con el vecino con el que le tocara subir en el ascensor. Las conversaciones se iniciaban invariablemente, como todo diálogo de ascensor, con una observación sobre el tiempo, lo que provocaba en Andrés una sensación perpetua de déjà vu. En aquellos intercambios casi estereotipados no había ningún tipo de conexión.
—Tenemos que sacar provecho del tiempo que tenemos —sentenció Tere semanas más tarde, cuando el café y el pintxo mañaneros se hubieron convertido en hábito—. Esto es como un premio. O, por lo menos, así nos lo tenemos que tomar. Tiempo para nosotros. Toda la vida viviendo para los demás. Los hijos, la pareja, la empresa. Hay quien llega decrépito a jubilación y ya solo le queda morirse.
¿No había algo que Andrés siempre hubiese querido hacer y a lo que nunca hubiera podido dedicar el debido tiempo?
Él tuvo que pararse un minuto a pensar.
—De joven escribía. Unos poemas muy cursis. Algún cuento. Cuando mi padre se enteró de que había ganado un concurso local casi me parte el alma en dos. No quería artistas en la familia.
—Pues a mí —dijo Tere inclinándose y bajando la voz como si estuviera a punto de confesar alguna vergüenza— siempre me ha gustado cantar.
Cuando eran pequeños les cantaba a los niños, a veces canciones inventadas. Hacía varios meses se había unido a un coro de mujeres. Le gustaba sentirse envuelta por la cascada de voces que surgían en torno a ella, voces agudas, voces graves, voces dominantes o sumisas. Todavía le costaba ceñirse a la voz que le correspondía, no dejarse arrastrar por la melodía principal. Suponía un reto la aparente contradicción de mantener la propia independencia y, al mismo tiempo, abandonarse al sentimiento de grupo.
Andrés le pidió que le cantara algo. Aquí no, dijo ella. Y así fue como terminaron en su casa.
Andrés cerró los ojos mientras aquella voz grave lo desgajaba de la consciencia.
Hicieron el amor a plena luz.
Durante un rato nadie dijo nada. Andrés levantó los ojos del papel y devolvió tímidamente las sonrisas que le dirigían sus compañeros.
—No está acabado —se excusó.
—Enhorabuena —dijo el profesor, y el murmullo de asentimiento que siguió le hizo cosquillas a Andrés en las orejas—. Todavía hay mucho que pulir, pero es un comienzo estupendo. Me alegro de que al menos alguien me haga un poco de caso.
El profesor les había aconsejado que empezaran escribiendo sobre cosas conocidas. Andrés, obediente por naturaleza, había perfilado un relato sobre una pareja distanciada, perturbada la rutina matrimonial por la inesperada prejubilación del marido, pero una ráfaga de viento sur le arrebató las hojas, que planearon amarillas sobre los acantilados. Fue entonces, entre juramentos, cuando avistó en la lejanía el conocido destello fosforito de sus zapatillas deportivas. Andrés la observó acercarse hasta que el contorno de su figura bamboleante se hizo casi palpable, inalcanzable del todo. Entonces bajó la vista. Cuando la mujer pasó junto al banco en el que Andrés se había sentado a escribir, dejando un leve rastro entremezclado de sudor y colonia, el bolígrafo de Andrés ya estaba imaginándola. Se llamaría Teresa. Mejor Tere: nadie la habría llamado Teresa desde las monjas.
Paula Zumalacárregui Martínez
Latest posts by Paula Zumalacárregui Martínez (see all)
- Los paseantes - 13 May, 2016
- Abrir los ojos - 26 December, 2015
- Galipó - 14 April, 2015
Leave a Reply