Lleva un buen rato vigilando cada rincón del jardín, especialmente la mata de hortensias azul añil en el ángulo izquierdo, seguro de que, de un momento a otro, aparecerá entre ellas con las orejas erguidas y sus andares de perro mariquita. Se está pasando mucho de lo razonable. Han quedado a la hora de siempre para dar el paseo de siempre, desde casa hasta el comienzo del encinar, por el camino arduo y desdibujado que obliga a ejercitar la musculatura; algo que les conviene a los dos.
Por fin, las hortensias tiemblan y él aparece con su contoneo alegre. Ernesto está contrariado y le habla gritando:
─ A veces eres un perro odioso. Hoy daré el paseo yo sólo. Te vas a quedar aquí atado. Así aprenderás a llegar a la hora.
A la vez que le reprende le arroja una de las zapatillas que se secan discretamente junto a la puerta de la casa; la zapatilla le ha alcanzado en el hocico y el perro gime revolviéndose torpemente.
─ Eres humano… definitivamente eres humano. ─Dice el pastor alemán que acaba de aparecer entre las hortensias.
Ernesto mira a su perro enfadado y sorprendido, nunca se le ha soliviantado. Todavía está reponiéndose de su asombro cuando Rais prosigue su discurso.
─ No tienes consideración alguna conmigo. Sabes de sobra que por cada año que a ti te pasa corren siete para mí. Así que ¡saca la cuenta! Además, desde que me trajiste a vivir contigo, sabías que la pureza de mi raza se paga en mis caderas y que a fuerza de andar con este estilo que la raza me impone y que tú llamas de mariquita, he cultivado la artrosis que me hace polvo. Ya no soy tan rápido y me he entretenido por ahí.
─ Nadie te manda salir del recinto del jardín y además estás destrozando las hortensias. Sé hace tiempo que te escapas por el agujero de la valla que has hecho tras ellas.
Ernesto no sabe ya qué decir, ni mucho menos qué hace ahí, hablando con su perro ¿Y si alguien nos está observando? Pensará que estoy loco o bueno…a lo mejor es el otro el que piensa si no estará enloqueciendo por oír hablar a un perro.
Rais mira insistente a su amo, con sus ojos húmedos de color caramelo, casi sin pestañear, con la cabeza ligeramente ladeada. Enderezando su cabeza y mirándolo de frente continúa el animal con sus argumentos:
─Cuánto bien me haría llorar…pero soy un perro y solo sé hablar y ladrar. Deberías estar agradecido y gastarte algún dinero en operarme las caderas, sobre todo la izquierda, me duele muchísimo. Podrías emplear en mi operación algo de ese dinero que te has ahorrado en psicoanalista. ¿Sabes la cantidad de horas de sesión que has mantenido conmigo? Claro que lo sabes. Nadie te ha escuchado ni aconsejado como yo.
Es cierto, piensa Ernesto: cuántas veces durante nuestros paseos le he contado mis miserias, cuántas veces su pestañeo o sus movimientos de oreja, derecha o izquierda, me confirmaban o cuestionaban la opinión. Nunca olvidaré aquella mañana, cuando la vi salir de casa con gesto altanero, él fue quien se acercó a mí y se restregó en mi pierna para hacerme ver que él se quedaría conmigo y que yo, definitivamente, tenía que divorciarme de Mila.
Rais ha tomado de nuevo la palabra:
─Estoy cansado, me duele la cadera y me has maltratado. Yo no lo habría hecho contigo. No pienso cenar, así que no me pongas ese pienso tan sano y aburrido que me das. Sabes de sobra que prefiero el arroz con trozos de esa “carne para el perro” que pides de vez en cuando en la carnicería mientras me guiñas el ojo y me dices: “¡cómo te vas a poner hoy!” Y yo, que oigo tu comentario desde la calle, junto a la puerta entornada donde siempre te espero, pienso: te quiero, pero a veces pareces imbécil.
Cojeando levemente el animal va a refugiarse en la caseta donde se enrosca haciéndose un ovillo.
Ernesto abre los ojos en la oscuridad, está empapado en sudor. Ha necesitado unos segundos para pensar cómo se hace para mover una pierna, cómo para mover un brazo. Por fin se ha sentado en la cama. Lo primero que hace es calcular la edad del perro. Tiene a Rais desde que era un cachorro recién destetado. Han pasado catorce años, así que el animal es más que un venerable anciano.
¡Tiene noventa y ocho años!
Le asalta un inquietante desasosiego. Sale de la cama y se echa un albornoz sobre los hombros. El rocío de la madrugada le moja los pies, con paso decidido llega a la caseta de la que Rais debería haber salido reaccionando ante sus pasos presurosos y su silbido insistente. Pero nada se oye. Nada se mueve. Puede que sea por la sordera, con la edad que tiene….piensa Ernesto mientras se acerca a la caseta de su perro. Ahí está, enroscado como lo dejó. Tendrá que despertarlo y llevarlo dentro de la casa, a su habitación, para que siga durmiendo a los pies de su cama, algo que no le ha consentido jamás durante los catorce años de vida en común. Le ha tenido muy bien educado. Los perros no viven en las casas con las personas, tienen su lugar. Es lo que siempre ha dicho. Pero ahora es viejo.
Le toca, le sigue tocando un rato, le acaricia y después le zarandea y le llama:
¡Rais! ¡Vamos Rais, vamos al monte! Le grita mientras le arrastra fuera de la caseta.
Ernesto se ha quedado inmóvil junto a la bola de pelo inerte. Tiene que pensar.
Se toma un tiempo para elegir un lugar en el jardín. Naturalmente, el mejor va a ser a la sombra de las hortensias. Empieza a cavar, mientras amontona la tierra junto al agujero, no puede impedir que las lágrimas no le dejen ver, nota el cosquilleo que le producen mientras descienden por sus mejillas.
Ha dejado caer el albornoz al suelo y mientras espera que se temple el agua de la ducha, el espejo del cuarto de baño le muestra su rostro enfangado. No se ha dado cuenta de que para secarse las lágrimas, se ha pasado la mano embarrada por la cara.
Carmen Camiruaga
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- MÁS QUE UN SUEÑO - 22 May, 2018
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