
No es mi deseo robar un tiempo que no me pertenece. Nada más en contra de la realidad, he decidido, por respeto a la audiencia y a los editores de esta insólita, maravillosa, e increíble revista —espero que este apunte me haya granjeado el favor del revisor pertinente—, comenzar este texto presentando el motivo de mi visita a La Espiral. Y es que no es mi intención asquear, desagradar ni perturbar a nadie; pero hoy admito, con terrible pesar y vergüenza, que he dejado de escribir.
Allá cuando Attila aún no había cruzado los Alpes, yo era incapaz de caminar en soledad. Me acompañaban el dulce aroma de la poesía y un amor hacia el pasado del que mis colegas renacentistas se hubieran sentido bien orgullosos; especialmente mi amigo Leonardo, hacia el que siento una extraña fascinación. Era joven, más que ahora, y entonces aún creía con inocencia que cuantos horrores aguardan en las sombras de la creación podían ser combatidos con el arte de la retórica. Recibí aplausos y medallas, pues mis historias sobre héroes trágicos, sueños y esperanzas tocaban el corazón de los hombres y despertaban en ellos hermosos sentimientos catárticos. Pero seguían siendo falsedades; modelos irreales e inhumanos cuya naturaleza ilusoria hubiera esbozado una sonrisa en los labios de Platón. Dicen que el ser humano no está hecho para encarar el abismo y, hoy por hoy, encuentro en esas palabras una gran verdad. En mi peregrinaje a Roma vi muchas cosas. Sangre y sufrimiento me convencieron de la absurdez de unos relatos imposibles. Fallé a muchos, recibí cicatrices a traición y enterré a amigos a los que fui incapaz de salvar. Mis días se convirtieron en una debacle de traiciones y decepciones cíclicas que arrancaron de mí cuanto amé de niño.
Y es por esto que ya no escribo. Porque el mundo es terrible y el camino es difícil. Sí, mi mente está demasiado ocupada pensando en cómo sortear el camino como para pensar más allá de la caminata rutinaria. ¿Suena familiar?
Soy incapaz de negar que el mundo sea un infierno de oscuridad y muerte. Un lugar terrible sobre el que se cierne una noche eterna que condenará a todos a un destino agónico e incierto. Sin duda, bajo estas condiciones terribles, no debe existir un solo motivo por el que seguir respirando. O, como mínimo, nada por lo que abandonar una rutina que basta y sobra para mantenerse con vida; después de todo, en un mundo semejante, ¿qué más cabría esperar?
Por supuesto, no existe una sola respuesta en este extenso yermo que pueda resolver semejante incógnita. No, sin duda no existe la calidez de un abrazo muy fuerte, ni el recuerdo de la sonrisa sincera de un ser amado. Es más, estoy seguro de que no existe tal cosa como la gratitud de los otros, la satisfacción de una difícil meta alcanzada, o una dosis de dopamina al interactuar con una criatura pequeña y esponjosa. Sin duda, todos los sueños son absolutamente imposibles, y nada puede jamás alcanzarse.
¿Por qué respira usted? ¿Por qué se fuerza a levantarse por la mañana? Tómese un momento para pensar. ¡No encontrará, estoy seguro, un sólo rastro de felicidad en su interior!
En mi caso, tal vez fuera el odio lo que en un inicio forzó a mi conciencia a seguir habitando este cadáver al que llamo cuerpo. Sentía odio hacia quienes me arrebataron a quienes amo, odio hacia la noche que se cierne sobre nosotros. Odio hacia un mundo donde los sollozos y las súplicas de los necesitados son ignorados sin remedio. Porque, por supuesto, los héroes sólo existen en las historias ficticias de soñadores ciegos y niños estúpidos. “¡Es parte de crecer!”, como bien dicen un puñado de niños mayores que en secreto sonríen imaginando escenarios felices más allá de la ventana de sus oficinas. Los mismos que se fuerzan a no disfrutar de nada porque “ya son chicos grandes”.
Porque, por supuesto, en la vida real, los villanos nunca llevan bigotes frondosos ni sueltan discursos terribles. No, no. Y los problemas, en la vida real, nunca son abordables. Es imposible poner la mano en la espalda de un amigo que solloza, es imposible alzar la voz en contra de quienes odian a otros por ser quienes son… Sí, sin duda, no hay nadie que se acerque donde sus seres queridos para preguntar cómo están, y, sin duda, tampoco hay nadie dispuesto a mirar a los ojos a otra persona, ver su alma, y responder con amor y aceptación en lugar de un odio irracional. Por supuesto, nos es completamente imposible liberarnos de nuestras ataduras; pues sólo somos animales hechos para adaptarnos y perpetuar el ciclo del odio. Si esto fuera una historia, podría dirigir mi indignación hacia la serpiente que se oculta tras el bosque, aquél que descansa más allá de los árboles. Pero, como no es el caso, me es imposible cerrar los ojos y continuar mi peregrinaje mental a Roma; me es imposible mirar dentro de mí y buscar mis propias características opresivas y villanescas. Me es imposible respirar hondo y exhalar; me es imposible liberarme de mi odio lentamente, en un proceso lento e imperfecto. Me es imposible arriesgar mi vulnerabilidad para extender una mano amiga a alguien de buen corazón; alguien que también ha crecido y vivido en el mismo lugar que yo, o para encontrar respuestas a preguntas desagradables que hacen mi vida miserable y terrible. Por supuesto, es totalmente inviable aceptar que nuestros peores momentos no nos definen. Y de más está decir que tampoco es lógico pensar que podemos reinventarnos y escapar de este ciclo de miseria y desprecio. Es totalmente ilógico que yo merezca el más mínimo amor, respeto o aprecio.
Es una mentira eso de que las últimas décadas hayan visto grandes progresos sociales, y que cada vez existe —reaccionismo aparte, el cuál bajo ninguna circunstancia puede considerarse como los últimos coletazos de un sistema anticuado, cuyos últimos estertores resuenan con una potencia dramática— una mayor conciencia y humanización de colectivos minoritarios y oprimidos. Los roles de género jamás han sido más cerrados y las personas jamás se han visto menos envueltas en el activismo y las causas sociales. No es cierto que la evidencia de cuanto hoy he decidido compartir aquí pueda palparse en el ambiente, ya que es algo completamente invisible cuya presencia sólo puede sentirse si el individuo decide mirar con cuidado. Dylan Thomas se equivocó cuando escribió aquellos versos que sugerían «No entrar dócilmente en esa justa noche». El mundo no puede aceptar quien eres, y tus esfuerzos no pueden marcar ninguna diferencia. ¡Y, desde luego, yo ya no escribo! ¿Qué insinúa usted?
Iker Herrero García
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