Esto es un párrafo. Dábamos al párrafo por descontado, lo dábamos por sentado, lo dábamos por hecho (lo tomábamos por garantizado) y resulta que no. El párrafo, el parágrafo (qué mal suena), es un recurso que no ha existido siempre, un paso tardío en el desarrollo de la escritura. Los griegos escribían sin separar las palabras y sin ningún signo de puntuación; una pesadilla. Homero, o su hija, o quien fuera, escribió la Ilíada sin espacios, ni puntos, ni comas, ni Afrodita que surgió de las olas; y vete tú luego y léela y entiéndela. Por “tú” me refiero a uno cualquiera que lea griego antiguo; no es mi caso. Cuando me enteré de que la práctica habitual hasta en torno al año 1000 era esa scriptio continua, me llevé un pequeño disgusto. No tanto por el hecho en sí, sino por haberme enterado tan tarde, y, también, por intuir lo mucho que debo seguir ignorando (que de hecho es casi todo). Otro detalle, en el griego de Homero y en el latín de Virgilio una letra era una letra. No se distinguían mayúsculas y minúsculas. ¿Por qué no me lo había dicho nadie? Por eso las inscripciones latinas están siempre en mayúsculas (en nuestras mayúsculas, en sus únicas letras). Para hacernos una idea, esta pinta tendría el inicio de este escrito en una inscripción latina: ESTOESUNPARRAFODABAMOSALPARRAFOPORDESCONTADO. Diría que gana en solemnidad lo que pierde en comprensibilidad. Aún a principios del siglo XVII Cervantes escribió El Quijote sin comas, tildes, ni ningún otro signo ortográfico al margen de unos pocos puntos (el punto, ese fue un gran invento). Y mucho menos utilizó párrafos. Así fue hasta que se fue imponiendo una mejora sutil del punto, el punto y aparte, y apareció el párrafo, que tanto ha contribuido a hacernos la vida más fácil. Los espacios en blanco propiciados por los párrafos son las branquias por la que respira el libro-pez y también son los respiraderos por los que coge aire el lector, que de otra forma acabaría asfixiado por el torrente continuo e inmisericorde de palabras, por el chaparrón de letras de un diluvio unipersonal que, en un libro de fundamento, bien podría durar cuarenta días y cuarenta noches.[:]
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