Iniciamos un ejercicio al que no llegamos, vamos a rebufo. Hay una banda de espejo enfrente de nosotros y estas señoras y yo estamos aprendiendo a mirarnos en el cristal no tan torpemente; se trata de reproducir los movimientos de nuestra profesora, no importa si nos demoramos en el espejo; la imitamos siempre demasiado tarde, a ella, que es menuda y alberga un cuerpo fuerte y proporcionado, y cuando pisa, asienta firmes las plantas de los pies. La mañana de los lunes, Erika es nuestro centro del universo, y hacia ella apuntamos como agujas a mediodía.
Las alumnas son unas señoras amables que antes de empezar la clase, pasan por mi lado de una en una, interesándose por mi recién estrenada paternidad.
Tiene una nariz aguileña y por mucho que se estire, o haga flexiones, la seguirá teniendo. El pelo, no. El pelo varía, pues la profesora luce un corte nuevo cada tres semanas: las sienes rapadas, o peinada como un puercoespín, o teñida de colores vivos. Ya no me asusta que una mujer cambie de peinado. Muy de niño, me asustaba; nunca se lo perdoné a mi madre, y me pronunciaba. Ahora es un placer asistir a ello y callar.
Erika propone. No hay golpes ni carreras. Hacemos ejercicios y movimientos que convienen a niños y a embarazadas, aquellos que viven por partida doble.
A una sola voz, nos tumbamos en la colchoneta. La suya, una voz que manda suavemente que inspiremos y expiremos; de otro modo, dejaríamos de existir. «Apoyad las caderas contra el suelo», lo que me permite fijarme en una muesca del parqué o en una pelusa saltimbanqui. Trabajamos en el suelo mientras afuera, en la calle Fernández del Campo, los transeúntes se afanan en vertical, y piensan distinto únicamente porque se encuentran de pie.
Y ahora, Erika dice que nos relajemos. Sólo hay que obedecer: nos colocamos en posición de orador, estirándonos como mahometanos. Reposamos sobre la colchoneta, atentos a nuestra respiración y quién te dice que no estás muerto, eres un muerto que sobreactúa y respira aún más atento que cualquier vivo de los que se afanan ahí afuera.
Erika me intrigaba, hasta que un día quise saber de ella sin que mediase un espejo. Cuando hubo terminado la clase, me acerqué, le propuse tomar algo y nos fuimos a dar una vuelta al parque de Doña Casilda.
La pregunta penetra, la pregunta se mete muy adentro y a menudo, se hace intolerable.
Pero de vuelta, la respuesta también puede ser sorprendente, inesperada, salirse de su curso y anegarlo todo.
En el fondo, ¿cuánto quería saber de Erika?
¿No hubiese sido mejor conformarse con la sola visión de aquella profesora ejemplar? ¿No hubiese bastado con verla moverse en clase, en su elemento? Y luego, en casa, imaginar, fantasear, elucubrar; pude haber usado mi intimidad para interpretarla sin averiguarla. En mi mano estuvo el decidir no saber nada de ella; limitarme a acudir cada lunes y miércoles para que me arreglase la espalda, o me enseñase a respirar de una vez, o aliviase mis articulaciones… pero no pude aguantar, preferí agradecérselo en persona, conocerla, descubrir por qué era tan discreta y elegante, y por qué bailaba tan bien durante la clase de mantenimiento, y de dónde venía ese buen humor que gastaba por las mañanas; quién se escondía tras aquella sensibilidad, cómo es que era capaz de bajar el volumen del aparato de música si notaba, a quien fuera, incómodo o atosigado.
Y ahora nos encontrábamos charlando en una cafetería. Al cabo de un rato, me pareció adivinar a una mujer alegre, aunque vulnerable.
Mencionó en varias ocasiones una infancia complicada, mientras arrugaba servilletas en serie, una tras otra.
¿Era esta la misma Erika que poseía durante las clases la facultad de aliviar y descansar, de fortalecer otros cuerpos?
Yo también soy profesor; en vez de Pilates, enseño Literatura. Resulta que año tras año aparecen unas cuantas personas, y queremos hacerlo bien con esos alumnos, lo mejor posible, y para esto, hemos de aplazar aquello que nos persigue o nos acucia en cuanto regresamos a nuestra soledad. Durante la clase, nos debemos a otros, y aunque pulsemos las mismas cuerdas –ella, las suyas; yo, las mías–, suena una melodía distinta. Somos afortunados.
«Tengo una risa contagiosa –dice Erika–. Cuando río, sucede que la gente me acompaña, o al menos se sonríe.»
Pero también hablaba de sí misma como quien sufre y hace equilibrismos día tras día para no caer en no se sabe qué marmita bullente.
Así, de minuto en minuto fui modificando, acaso enriqueciendo la composición sobre la mujer, o la joven o la niña que se encontraba al otro lado de la mesa –por tantas edades distintas me pareció pasar en lo que dura un batido de fresa.
Había sido cocinera, tenía un estudio en su apartamento y vivía acompañada de un perro y una gata; además de dedicarse al Pilates, tatuaba únicamente a quien ella escogiera. Lo mucho que le gustaba que un extraño se confiara. Su madre era gaditana y siempre que podía, Erika pasaba en Cádiz los veranos, y esta magra información bastó para alimentar en mí ensoñaciones y alucinadas correspondencias entre la Erika de carne y hueso y tal vez una sosias y antepasada bailarina –puellae gaditanae–, de las que llevaron su fama y encandilaron a la antigua Roma.
¿Qué era verdad?, ¿quién era ella? Supongo que no es necesario aclarar que yo no estaba enamorado, ni siquiera me apetecía estarlo.
Me ha enseñado a respirar, me repetía yo. Sabe del cuerpo, del dolor, posiblemente más de lo que sabré nunca. Gracias a ella, duermo mejor, pienso mejor. Cuando ríe, yo me alegro. ¿Qué más hay?, ¿qué más?, pero ¿qué más?
Filmado un día cualquiera en el Gimnasio Bilbao Center, en el nº 10 de Fernández del Campo.
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