Si me preguntan, yo no he visto nada. La cabeza siempre agachada. La mirada al suelo. El cuerpo hacia adelante. Las gotas de sangre quedan atrás, como las huellas. Uno nunca ve las suyas, ¿verdad? Aunque me pregunten, no habré visto nada. ¿Qué piensas tú? No es que me preocupe, además aquí no sienta muy bien eso de pensar. Es importante saber dónde mirar. Uno mira mal y se queda sin un ojo, ¿verdad? Por lo menos, por lo menos. Creo que fue mi padre quien me enseñó a cuidar de mis ojos. Pero no me enseñó muy bien. “No mires atrás”. ¿Y los lados? “Papá, los lados son peligrosos”, le diría. ¿Y arriba? “Papá, el cielo es peligroso”, le diría. Cuando murió, miraba al frente. No le vendaron los ojos. Fue un error. También el suyo no mirar a sus pies. Como el mío detenerme en aquella colina. ¿Quieres un consejo? No cometas errores. Los errores son para los valientes. Es su forma de ganarse un nombre. Yo no tengo nombre. Mi padre sí lo tiene. Seguramente lo conozcas. Resuena en cada grito que clama libertad. En cada latigazo de ordenada tortura. En cada pelotón de fusilamiento. Honra para el nombre de mi padre. Si tuviera vino, brindaría por él. Hay tanto por lo que agradecerle. Cuidado ahí delante, hay una sima un tanto escondida. Hace tan buen trabajo como el fusil. Eso es, a la izquierda. Ahora, dos pasos a la derecha. ¡Adelante, siempre adelante! Pero atención al suelo. Un pequeño desvío, nada más. Lo necesario para evitar la sima, lo justo para no tentar al fusil. ¿Entiendes? Algunos no lo entienden. No creo que sea tan complicado. Dicen que aquí hay gente inteligente. Si lo fueran, se cortarían la lengua y se descalzarían. Sus pasos serían algo más seguros, y tendrían en sus pies algo que mirar. Una advertencia, ¿no crees? ¡No me digas que te han cortado la lengua! No te veo tan inteligente como para haber tomado el cuchillo. Tu camisa está algo desaliñada. Incluso el infierno merece elegancia. La rebeldía no es elegante. La resignación, en cambio, es la mejor gala que cualquiera pueda vestir. Una camisa bien abrochada, sin remangar, con el cuello bien ajustado. La dignidad es recatada. Un pecho ofrecido a las balas puede conquistar la historia, pero el cuerpo humano siempre será patético. Desde aquella colina bien pude confirmarlo, y los días no me han hecho cambiar de juicio. Cuidado ahora, mandan parar. Siéntate despacio, y en lugar no demasiado cómodo. Ahí está bien. ¿Te importa que te acompañe? Hay quien prefiere un descanso íntimo. Eso, el primer día. Al segundo, uno no prefiere nada, y la intimidad se descubre imposible. ¿Ves a aquel de allí? Cuidado al mirar. No se va a levantar. Es un pobre caballo reventado. Mandan marchar. Recuerda, hacia adelante. Descálzate si lo necesitas. Vaya, esta vez han tenido compasión. En la mayoría de las ocasiones, al volver, aún continúan agonizando. Aquí, la noche se vuelve un despiadado verdugo. Debe de ser el ambiente. Además, uno acaba por ahorrar munición. Aguantas bien el ritmo. Yo también pude aguantarlo. No dura mucho. Después, uno lo soporta. Al final, uno revienta. Conocí a un Sísifo una vez. Lo reventaron. Fue una especie de lección. Desde entonces, todos revientan, y sin ayuda de nadie. Un destino seguro, ¿verdad? No importa el momento. Podría ser hoy mismo, bajo este cielo encapotado. Es un cielo parecido al de aquel día. Eso me inquieta. Los recuerdos se vuelven nítidos ahora. Él siempre confió en mí. Desde que nací, ¿entiendes? Sus pasos deberían haber sido mi camino. Uno estrecho y peligroso. Durante un tiempo, tan solo deseé el orgullo de mi padre. ¡Una mirada! ¡Una palabra! ¡Una mano sobre mi hombro! Pronto, sin embargo, comprendí que era un esclavo de sus pasos. No fui el único. Muchos murieron con esos mismos zapatos, transitando el mismo camino, persiguiendo las mismas huellas. Otros muchos vieron cómo ese camino se presentaba en la puerta de sus hogares. En fin, no mucho más tarde, odié a mi padre. ¿Lo odié? Es posible que lo suficiente para engañarlo. Ya te he dicho que siempre confió en mí, ¿verdad? Dudó de todo. De todos. Menos de mí. No fue difícil encontrar la oportunidad. Era un cielo parecido a este. Llovía. Hoy no llueve. Salí un momento del camino. Fuera de él, todo acechaba. Frente a mí, un grupo de fusiles estaba preparado para acatar la orden. Sin pensarlo, grité. Primero, un nombre. El mío. Fue la última vez que lo escuché. Después, otro nombre. El de mi padre. Derramé una lágrima. Lo recuerdo con claridad. Por último, un lugar. Aquel grupo de fusiles se internó en el camino. Los pasos de mi padre fueron apresados. Y, junto con ellos, mi padre. Se alejaban. Los seguí. ¿Por qué lo hice? No tengo respuesta. Poco tiempo después, pararon la marcha. Me subí a una colina, y esperé. Fue rápido. Mi padre miraba al frente. ¿Hacia la colina? Sus ojos parecían decir una sola cosa: “No mires atrás”. Fusiles. Cayó lentamente. Decía mi padre que la utopía debe tomar la forma de amenaza, una suerte de recordatorio de todo aquello que no debe ser traicionado. Decía, en fin, que la utopía debe ser la permanente sospecha de la vergüenza planeando sobre todos nosotros. Jamás sospechó de sí mismo, e hizo bien. Siempre lo dijo para los demás. Sin embargo, no acertó a ver en mis ojos el verdadero rostro de la amenaza: un hijo que traiciona a su padre. ¿Ya te vas? Cuidado con el camino. Ningún paso es seguro, y el tiempo trae consigo la vergüenza.
Pello Zalbidea Baptista
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- Si me preguntan - 11 April, 2025
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