Richar guarda toda su casa en una sola maleta. Ahí dentro habrá un par de prendas, uno o dos libros, zapatos secos, el saco de dormir y la dosis de metadona de la semana. Ha cumplido 43 años y desde hace catorce vive en la calle. Es alto, delgado y tiene los pómulos hundidos. Suele vestir una chaqueta vieja de cuero y siempre se sienta con su cajita de cartón y un libro al lado. En Bilbao contrajo el sida y también la Hepatitis C, no recibe ayudas sociales ni tiene ingresos de ningún tipo. Richar lee. Se pasa el día leyendo a Poe, a Nietzsche, a Baroja, a Pinilla, y también libros de historia y libros de física cuántica. Los vecinos de la zona lo saludan por su nombre y él sonríe, educado. Cuando le pregunté por qué leía, ésta es la historia que me contó, su historia.
Al parecer se crió en San Sebastián, en una familia de clase baja. Eran siete hermanos de tres padres diferentes. El primero no pasaba demasiado tiempo en casa, se gastaba todo su sueldo en bebida, estaba enfermo, y, un día cualquiera, murió. El segundo, el padre biológico de Richar, era uno de los obreros a los que su madre alquilaba habitaciones en su casa. Decidieron ocultar su aventura y hacerle creer a Richar que era hijo del primer marido. El tercero de aquellos hombres era mucho más joven, estudiaba la carrera de química cuando conoció a su madre.
“A este hombre le teníamos miedo. Cuando había broncas con mi madre y se pegaban, nosotros, que éramos unos críos, nos escondíamos debajo de la cama. Estábamos acojonados. Una vez, mi hermana se dejó cresta, entonces se llevaba eso de los punkis, y, cuando él la vio, la llevó hasta la cocina, la agarró de mala hostia y le cortó el pelo allí mismo. ¡Un dictador! Yo me pasaba el día en la calle para no estar con él, para que no me pegara. Yo era un chico de barrio. Además, en esa época empezó a entrar la droga en el País Vasco y por entonces no se sabía nada, ni las consecuencias, ni nada. El sida, por ejemplo, ¡el sida era una neumonía atípica! A los quince, celebré mi cumpleaños tomándome un tripi. A los diecisiete, ya no lo soportaba más, quería salir de casa, y me fui al ejército.”
Richar consiguió que lo aceptaran en la escuela de Madrid de la Fuerza Aérea. Aún tiene recuerdos de la capital, sobre todo de los vendedores de la plaza España y la calle Princesa. Aquel fue su primer contacto con la cocaína, con la heroína. Una vez licenciado y de vuelta en San Sebastián, apareció su padre biológico y le desveló el secreto que había guardado junto con su madre. Soy tu padre, le debió de decir, y luego le ofreció trabajo como instalador de antenas parabólicas y también un hogar en Asturias.
“Sólo dos meses después de conocerlo, ya quería que me pusiera sus apellidos. Yo entonces era muy tímido, pero me decía a mí mismo, si este hombre me hubiera cuidado, si se hubiera preocupado por mí cuando era pequeño no habría pasado las penurias que pasé.”
Sin embargo, cuando su padre biológico se enteró de que Richar tenía un problema con las drogas, no quiso saber más de él: volvió a abandonarlo. Y como uno de los niños de Dickens, solo, el joven donostiarra vagó a la deriva una temporada. Vivió aventuras desagradables, casi literarias; su adicción se volvió más extrema, convivió con yonquis, tuvo enfrentamientos con familias gitanas y acabó refugiándose, una vez más, en el ejército. Consiguió alistarse en la compañía de esquiadores y escaladores de alta montaña de Pamplona y, por un momento, pareció que todo iba a mejorar. Estaba en forma, no se drogaba casi e incluso había conseguido cierta estabilidad emocional. Pero la vida de Richar siempre pende de un pero: le tocó ir a Bosnia. Su destino comenzaba en noviembre de 1997 y acababa en julio de 1998. Les aseguraron que se trataba de una misión de paz para la OTAN.
“Misión de paz y una mierda. Allí nadie se preocupaba por nadie. Había una moneda de cambio, el Marlboro, y nada más. Una pistola valía un paquete. Una mamada cuatro o cinco cigarros. Todo era caos, cuando estabas de guardia no distinguías unos bandos de otros, estaban los serbios, los croatas, los bosnios musulmanes, los bosnios no musulmanes, los que eran parte de la OTAN, los que estaban fuera, campesinos locales… ¡Y vi tantas cosas! No es lo mismo estar haciendo escalada en Pamplona, enseñando a chavales, no sé, hacer algo bonito que te está sacando de la mierda, que ir a Bosnia y ver la realidad. Y lo peor es que no podías decir nada. Si cuestionabas a tus superiores te jodían— Richar comenzó a enumerar, entonces, los desastres de la guerra, todas esas desgracias que ya conocemos—. Cuando volví, estaba hundido, estaba desengañado y estaba solo, porque a mis hermanos ya les había puteado antes y había perdido su confianza. Vine enganchado, sí, pero también con mucho dinero.”
A veces los recuerdos se le atragantaban al hablarme. Tenía que parar, secarse la visión y volver a empezar su historia, tan realista, tan literaria:
“Después, ya en Bilbao, estuve un tiempo con una chica. Me cuidaba mucho y yo creo que me quería, o tal vez tenía la necesidad de cuidar a alguien, no lo sé, pero tuve que dejarla. No quería engancharla a ella también. Yo llevo con metadona desde que salí del ejército, pero la metadona lo único que hace es que el cuerpo no te pida droga, si tú tienes vicio en la cabeza…”
Richar me aseguraba que normalmente las personas tienen muchos caminos para elegir, pero que a veces, hay individuos que solamente disponen de uno en toda su vida, el que se les ha impuesto. Las drogas han sido el único atajo que ha encontrado él para sortear su mala fortuna, una manera de evadirse de esa vida suya, más propia de los libros que lee, de Baudelaire o Bukowsky. Curiosamente, la ficción ha ejercido en él una fuerza opuesta, lo ha mantenido en este mundo. Richar encuentra en los libros realidades alternativas. Leer me ha mantenido cuerdo, no encontrarás otra persona que haya pasado 15 años solo en la calle y que no esté con una botella olvidando o hable con las paredes… El hecho de leer ha tenido para él la misma función que la de un padre que le cuenta un cuento a su hijo antes de dormirse, le ha protegido de sus monstruos interiores.
“La lectura ya no sólo es porque me gusta leer… No te deja aburrirte, porque cuando estás aburrido y no hay nada que te llame en este mundo, cuando no hay nada que te sorprenda… leer me ha venido tan bien… Yo he visto tantas cosas, incluso aquí, en el barrio, tantas puñaladas traperas, que cada día voy a utilizarlo para ser mejor persona, para ayudar a los demás. Hago lo contrario a lo que veo.”
Richar coge los libros de la biblioteca de Bidebarrieta y de la Alhondiga. Además, también guarda aquellos que le regalan los vecinos o amigos. Esos los atesora en una pequeña biblioteca que él mismo ha creado en la comisión antisida de Bizkaia. Dice que los best seller son los únicos que no duran nada, los roban para conseguir unas monedas, pero los clásicos nada, nadie roba a Baroja o a Pinilla. De este último asegura que es un artista, un vecino de Algorta que escribe literatura pura, dice, Pinilla explica nuestra historia de una manera increíble, las familias vascas, los conflictos políticos, la minería, la industrialización, y lo entiendes porque lo escribe con un idioma y con un habla tan bonitos…
Da igual que relate su vida o reflexione sobre la literatura, Richar conserva un aura irreal, de quijote moderno. Hay libros que se leen muy bien, los de Dan Brown, por ejemplo, pero esos son como las películas de acción, no tienen un trasfondo profundo. Yo necesito historias que me cuenten algo más. Los bestsellers te pueden enganchar, sí, pero también la droga te puede enganchar, y la droga es una mierda.
Richar aparece y desaparece. A veces lo veo todos los días, otras no me encuentro con él en semanas. Dice no tener amigos, ha conocido marineros que cuando volvieron a tierra toda su familia había muerto, se ha relacionado con gentuza que lo traicionaría por una papeleta, ha ayudado a sus vecinos, se ha peleado con agentes encubiertos, ha amado. Richar vive fuera del sistema, pero de alguna manera ha conseguido adaptarse al asfalto. Y él aguanta, sobrevive. Ha soportado palizas, ha combatido el frío húmedo del norte y sobrevivido a periodos de recaída. Ha resistido a las mafias del este que todavía hoy controlan gran parte de la mendicidad bilbaína. Richar es un militar pacífico, duro como una raíz de asfalto, es un mendigo sensible.
“El momento de dormir es el peor de todos. Me vienen los pensamientos de cómo estoy, de que ya sé cómo voy a morir. Te hundes, lloras— se le quiebra la voz—. Pero la muerte no me da miedo, de hecho, ya estoy muerto. No tengo vida y no puedo tenerla. Este estigma me persigue, por la carita que tengo, la gente no es tonta, se da cuenta de que soy lo que soy.”
Pero Richar es mucho más que una boca sin dientes. La primera vez que oí su voz, lo habíamos despertado a gritos. Unos vecinos corríamos detrás de los ladrones que acababan de atracar la joyería Geneve. Él nos vio e intentó interceptar a los delincuentes, les gritó y se abalanzó sobre ellos. Al no conseguir pararlos, se unió a nuestra persecución. Al final los ladrones se escaparon. Los que corríamos dejamos de correr y todo pareció volver a la normalidad. Nosotros volvimos a nuestras casas y él se quedó en la suya, en Bilbao, en cualquier acera o soportal, en el viento.
Nota final: A día de hoy, Richar sigue durmiendo y leyendo a la intemperie. Algunos periodistas curiosos también han observado que le gusta pasar el día en la plaza Campuzno. Por eso, además de su historia, quería dejaros un paisaje sonoro de esa plaza. Son sólo sonidos de calle, alguna nota lejana y ecos de mis conversaciones grabadas con Richar. Una banda sonora para la lectura o poslectura de este artículo.
Martín Ibarrola
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