Martín Ibarrola (Bilbao, 1992) publicó en octubre de 2015 su primer libro de relatos, Percibo ciudad (Ikusager). Catorce relatos y una historia real contenidos en un objeto precioso: una portada con la imagen de “La mirada extraña”, cuadro de su padre José, las guardas de su hermano Naiel y el prólogo-cuento de Ramón Barea.
Mantuvimos una charla el 11 de diciembre de 2015 en la “Casa del árbol” de Algorta, ante un público atento y familiar que también preguntó, así que esta entrevista no es asunto de dos.
Cómo se moverá Martín en la ciudad. Yo únicamente le he visto en Oma. Entre los árboles pintados por su abuelo, en los valles de su niñez, en parte de su secreto. Le gusta meterse en las cuevas de Urdaibai, con arrojo y alegría, como se mete con las cosas de la creación. De los bosques recónditos, Martín traslada criaturas a la ciudad y las viste de amante, de hombre-peonza, de oficinista, de profesora, de mendigo, de explorador. Los héroes se enfrentan a monstruos y en su lucha descubren que ellos también lo son. Goya lo dibujó y lo glosó: “el sueño de la razón produce monstruos”. De la urbe ordenada a la geometría alucinada, de la armonía al caos. Martín, sin ignorar lo humano, nos invita a mirar nuestra propia metamorfosis: la materia se va moldeando, los cuerpos se curvan en parábolas y sonrisas imposibles, los edificios estiran su vertical, las escaleras son infinitas, las cuevas esconden catedrales. ¿Y qué pasa con nosotros?
Nosotros. Ecce homo. Criaturas citadinas buscando amor.
Pregunta: Empecemos por el título, ¿de dónde sale Percibo ciudad?
Respuesta: Me costó la vida encontrarlo. De pronto, una mañana que desperté de resaca y di con él. Aparece la palabra “ciudad” porque la vida en la ciudad es la columna vertebral de todos los cuentos, aunque cada uno proponga su propio microcosmos. Las situaciones más rutinarias y evidentes encierran mundos que no conocemos. Como el pez que no sabe qué es el agua; nuestra rutina esconde personajes que son literatura en estado puro. “Percibo”, en primera persona, es una manera de meterme yo mismo en la historia; y además el monstruito asomado al balcón de la portada da a entender que cualquiera puede ser el que mira, yo o el lector. Creo que esa ambigüedad funciona bien.
P.: Se desprende de la lectura de estos cuentos una unidad estilística, una voz narrativa que lo hilvana todo. Enhorabuena.
R.: Bueno, esto del estilo unitario es porque no soy tan versátil, vamos, ¡no podía ser de otra forma! Es cierto que a veces soy capaz de emplear otro estilo, cuando escribo una crónica de espeleología, por ejemplo. Lo que tengo claro es que nunca me han gustado esas antologías organizadas en relatos inconexos, porque falta la experiencia de leer un libro que sea un todo, un pequeño universo.
P.: Mucha imaginación, mucho sentido visual. También detectas lo extraño con frescura, con ingenuidad. Cómo será criarse en una familia renacentista como la tuya…
R.: El tema de la imagen tiene algo que ver con el hecho de haberme criado en Oma. Aunque yo sea de Bilbao, el sitio donde me gustaba estar era Oma, una burbuja de locura literaria y artística. Todos en mi familia son de imagen; he metido en los relatos mucha imagen porque me lo pide el cuerpo. Pero cuando estás rodeado de grandes dibujantes, prefieres concentrarte en la escritura, porque no dibujas tan bien como ellos. Aunque la literatura también es crear imágenes. Y jamás ha habido en mi familia ningún obstáculo a mis ganas de escribir y a mi interés por las humanidades. Siempre me he sentido tranquilo y apoyado.
P.: La ciudad de los relatos es difusa, sin nombre ni localización. La violencia ambiental y la soledad de muchos personajes, están compensados con humor y ternura. Y viene a cuento lo que decía Javier Tomeo: “Los monstruos están ahí, rodeándonos, configurando la gran metáfora de nuestras frustraciones. Monstruos que exigen nuestra comprensión y todo nuestro amor”.
R.: Vivimos hostilidades por todas partes y la violencia está muy presente. Intento utilizar la misma proporción de imaginación que de observación. Los monstruos surgen de alguien visto por la calle, del familiar que se sienta en una comida sin decir nada, del jefe que se comporta de tal manera… son semillitas de realidad que luego uno trabaja en su laboratorio.
De pequeño dibujaba mucho, siempre monstruos, y nunca estuvieron ligados a lo horrible y al terror. Es cierto que desde la Edad Media esos seres escenifican el mal y el infierno, son animales expulsados del Edén. Pero antes todavía, en una época de mucha superstición, era una metáfora de todo aquello que se desconocía, cuando no se sabía dónde acababa el mundo. Para mí el monstruo es casi una excusa para pensar en lo que es distinto, es el caparazón de otras cosas que no llego a entender del todo.
En cuanto a la soledad me parece necesaria y placentera, de ahí la dedicatoria de este libro [“A ella, que ya es parte de mi soledad”]. Hoy con el whatsapp y demás es casi imposible conseguirlo. La soledad en sí no me parece monstruosa.
P.: ¿Qué es para ti fuente de inspiración?
R.: Leo novela, cuento, veo películas y series, escucho música… todo eso son formas de contar historias y pueden inspirarme. Voy tragando referencias, las regurgito y salen de manera natural, sin que yo me plantee seguir normas precisas o incluso una falta de normas: francamente, no puedo decir que pertenezco a la “escuela de los posmodernos” en el cuento. Es cierto que hasta hace poco el cuento era la antesala de la novela, considerada ésta como el género noble. Pero en España han surgido nuevas editoriales como Páginas de Espuma o Atalanta y se acepta cada vez más el cuento como otro tipo de lenguaje, diferente a la novela, ni mejor ni peor.
P.: Eloy Tizón decía en un artículo reciente: “El cuento del siglo XXI tiende a estar fracturado y a ser, más que una historia completa, un campo de fuerzas en que las piezas no encajan”. Hasta se habla de “postcuento”, no digo más.
R.: No hago mucho caso a estos comentarios teóricos… Los teóricos, como los historiadores, llegan tarde y es como debe ser, tienen que tener margen para observar y estudiar. Para mí la creación es algo más natural, no tan rígido. Ahora he comenzado a descubrir los cuentos “clásicos”. Hace poco leí El retrato de Dorian Gray por primera vez y me pareció increíble. Además, lo lees desde el hoy, lo cual siempre transforma el contenido… En cuanto a mis relatos, no me gusta cerrar del todo las historias. Construyo un puzzle y le quito al lector la última pieza. Para molestar. Así él tiene que decidir cómo cubre ese hueco, cómo lo llena. Intento dejar para el final un coletazo, como se dice en latín “in cauda venenum” (el veneno en la cola), para que el lector se tenga que parar al final del relato y no pase al siguiente. Esta, pienso, es la manera ideal de leer relatos.
P.: ¿Y cómo se aprende a escribir?
R.: Se aprende leyendo de una manera placentera. Leer La celestina a los catorce años, pues la verdad, cuesta entender por qué el mundo te está haciendo eso a ti. Yo empecé leyendo unos mastodontes de fantasía con una cantidad de nombres y ciudades que ahora sería incapaz de seguir. Pero para mí significaba alcanzar un estado de felicidad absoluta, luego me subía a los árboles a fantasear.
Cuando leí por primera vez Seda de Alessandro Baricco no entendí nada, pero notaba otro ritmo de lectura, otra manera de leer, era algo nuevo para mí, me encantó. Recuerdo al historiador francés Jules Michelet que parece que rescató una frase de la modista de María Antonieta: “no hay nada nuevo salvo lo que se ha olvidado”. Así que pretender hacer algo totalmente nuevo es una tontería.
En definitiva, empiezas a coger esa pasión por la lectura, y la escritura sale de manera natural, cada uno va descubriendo su camino. Yo tardé tres años aproximadamente en escribir estos relatos. Proyectar una meta o un número, en este caso catorce relatos, ayuda a llegar hasta el final. Escribir es un trabajo hacia adentro, como los marmolistas que tallan hasta llegar a la escultura. Tiene el peligro, claro, de que te puedes cargar todo.
P.: Cuéntanos cuáles han sido tus lecturas más recientes.
R.: Estoy leyendo Siete cuentos misóginos, de Patricia Highsmith (Alianza, 1992), y son una barbaridad, un puñetazo en el estómago. Cada cuento es un pulso con el lector. También leí hace poco el ensayo, La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine (Acantilado, 2013), en el que revindica lo inútil: no todo tiene que ser práctico, no tenemos que acatar siempre criterios empresariales. Por supuesto, la literatura tiene algo de inútil: con ella, en principio, no pagarás facturas… Y me recuerda a otra lectura, El libro del té, de Okakura Kakezō (publicado en 1906), que dice que para adentrarse en el arte, hay que percibir la sutil utilidad de lo inútil. Es como un elogio de la parsimonia. Por eso me gusta tanto Oma: no hay estrés, no “tengo que hacer tal o cual”. Desde pequeño he tenido ese escondite.
P.: Te apasiona la espeleología y eres miembro del grupo ADES de Gernika.
R.: Sí. Desde fuera, las cuevas tienen un halo de misterio, pero una vez dentro todo es menos glamuroso. Aunque parece literario, no tiene nada que ver con la literatura, por lo menos no conscientemente. Igual que en la ciudad yo percibo monstruos, veo belleza en las fallas, con apenas luz y hasta pasando hambre. Huelo una cueva y necesito entrar, saber qué hay dentro. Pensar que los montes están vacíos, que hay mundos enteros sin explorar, es una aventura…
P.: ¿Y esto no es literatura? ¡Si es un filón literario!
R.: Sí, es verdad…, pero no suelo escribir literariamente de espeleología sino crónicas, con un lenguaje más influido por las lecturas de expediciones, las de Stanley y Livingstone.
P.: Hablar de cuevas me ha hecho pensar en discotecas, ¿sueles ir?
R.: A cierta edad estás obligado a ir, pero tampoco me va mucho; además, yo tengo el baile prototípico de aquí, el de “sólo-muevo-la-cabeza”, apoyado en la barra y nada más.
P.: ¿Cómo conseguiste publicar este primer libro?
R.: Es culpa de Ernesto Santolaya, el editor de Ikusager, uno de esos Quijotes de la vida. Ernesto tiene 81 años y va a publicar sus memorias, vamos, como decir que ha escrito la obra de tu vida. Y antes de hacerlo, el tío decide publicar a un mindungui, que soy yo, y el libro de un señor de sesenta años que escribe sobre el vino en Olite. Esto es una lección: hacer lo que te da la gana, porque te gusta.
P.: ¿Y tus futuros proyectos? Yo te veo modos de poeta…
R.: Tengo la utopía de llegar a la poesía, es decir, sin llegar nunca a ella. Pero el verso no es la condición de la poesía, ¿no? Estoy leyendo Las ciudades invisibles de Italo Calvino (Siruela, 2015), para mí, poesía en estado puro. De momento me siento cómodo en el relato corto. En cuanto se publicó Percibo ciudad, me puse a escribir otro relato inmediatamente, sentí la necesidad de decirme “puedo seguir haciendo esto”. Parece que cuando te han publicado, ya podrías morir… Durante estos meses sólo he publicado un reportaje de espeleología en El Correo. Ahora me siento a gusto, sin saber muy bien hacia dónde voy.
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