Sucedió esta misma mañana: el encuentro a solas con su imagen empañó el aire. Cerrando los ojos recordó cómo aquella palmera se inclinaba a la derecha, resistente aun vencida por el viento, en la calzada elevada que lleva de Jaffna a Mandaitivu. Las nubes asomaban tímidamente en el cielo y el tendido eléctrico se extendía a lo largo del asfalto que delimita el camino. El campo fue minado, pero sus recuerdos no. Aún era capaz de evocar el franqueo de la decadente fachada de Ranjanas Ceramic, las danzantes siluetas sobre los muros de la fábrica ahora inerte.
No siempre me resultaba fácil trazar los movimientos que realicé en el pasado: recuperar el sonido del viento, del inclinarse de la palmera, de los tiros. Ocurre esto a menudo, pues en el distrito de Vavuniya nadie es capaz de sentir la Bahía de Bengala. Sin embargo, uno se sabe cercado por innumerables checkpoints militares que dan la bienvenida a Manik Farm. Es por ello que, a veces, decidimos romper el silencio, renombrar el dolor interno al apoyar nuestras manos en la estructura de alambre. Empujamos así, apenas con los dedos, el cansancio infinito. El hastío que supone haber olvidado cómo era la distribución de nuestras casas, cuando ahora resulta tan sencillo delinear las formas que la alambrada toma alrededor del terreno. Llega la noche y detrás de cada una se asoma su memoria, la familia, la distancia.
Poco a poco reordeno las historias que mi madre me cuenta acerca de la vida en Jaffna, aunque para mí un rincón sean todos los rincones: Vanni, el este. El norte del norte en mi recuerdo no existe. Allí vivió aquel a quien hubiera llamado Appa, pero Appa falleció el 21 de octubre. Concilió así su deuda con la muerte pero no pudo subsanar todos los errores. Ese mismo año, en 1987, nació conmigo el yerro de un padre tamil.
Me hubiera gustado estar en Jaffna para poder haber querido el este. Quizá, de ese modo, no hubiera echado a perder mis días de aquí para allá. Sin embargo, finjo habitualmente añorar lo vivido y reconstruyo así mi imagen frente a los demás. Cada vez que me preguntan, por ejemplo, cómo eran las jornadas de pesca, recurro a la narración vacua de lo compartido. Cuento habitualmente que los hombres de Trincomalee, entre los que estaba mi tío, volvían al mediodía. Cuando la jábega venía cargada arrastrábamos con fuerza la embarcación hacia la orilla, igual que la embarcación había -horas antes- arrastrado el pescado. A veces, si el viento soplaba fuerte, la empujábamos hacia dentro de la playa, lo más profundo posible. Una vez allí, descargábamos las redes y nos encargábamos de desenganchar a los peces que hubieran quedado atrapados en ellas. Además, las desenredábamos y doblábamos para que la mañana próxima, cuando volvieran a salir a faenar, pudieran estar a punto. Mi madre me enseñó también a remendarlas. Pero esto no lo cuento. Me guardo la imagen de mis manos cortando primero los retazos sueltos, para después volver a crear rombos perfectos cosiendo unos a otros.
Tuve que ir a menudo en busca de combustible para la embarcación. Nadie en el pueblo quería venderme sus reservas, por miedo a quedarse también sin ellas. Mi debilidad por las analogías tornaba esta experiencia en proceso cognitivo. Me ayudaba a recuperar la memoria de mi madre y, aunque ilusoriamente, experimentaba la escasez afrontada previamente por Appa. Veía sin ver su silueta en el vacío dejado por los trabajadores que temían la inminencia de la operación militar del ejército indio. Mi tío siempre decía que había sido Rajiv Gandhi quien había traído al IPKF; eso ahora viene a dar igual. Lo que yo anhelaba era volver a encontrármelo. Appa: maya. Puede que esta vez estuviera sentado, mecido por el canturreo de melodías delicadas, dibujando con sus pies circunferencias indescriptibles.
La radio recomendó la huida. Las tropas indias ya habían atacado desde el mar y los Tigres desde tierra. Mi hermano me escribió diciéndome que las cosas aún estaban tranquilas en Batticaloa. Subimos al primer autobús que partía para allá. El llanto de Amirtha era incesante y sin embargo provocaba en mí un efecto calmante. En medio del traqueteo, de la agitación latente velada por la música de Wijeratne Warakagoda, le daba el pecho. Durante el trayecto, a medida que avanzábamos un kilómetro y otro y otro, me despedía de mi juventud. Todos trajimos nuestras vidas a Manik y aquí nos afligen cuando anochece, cuando sonora y lejana continúa incesante la lluvia. Nada regresa.
Palpo el coco, dejo que mis yemas trepen por su corteza, despacio. Mientras subo hasta lo alto de la roca de Swami me giro para ver el puerto de Trinco. Cuando vuelvo a caminar siento a Shiva más cerca. Me aproximo al templo de Koneswaram. Marcho de nuevo y quiero despedirme. Dejo que el ecuador del coco repose sobre la roca. Respiro.
Qué breve será la imagen de la tormenta cuando la alambrada anuncie un nuevo viaje. Acudiré a decírselo a Amirtha e inventaré una nueva distribución para nuestra casa. Dicen que todavía no podremos volver a allí de donde partimos, pero el hogar está en nosotras. Recupero la imagen de la palmera, el sonido del viento. De nuevo un autobús. Flores en el salpicadero. Nos acercará tal vez Kombavil al paso del Elefante, a la península de Jaffna.
Quizá se deshagan hoy en el horizonte las fronteras. Me apetece sentir Koneswaram. Fluye el tiempo y mis manos vuelven a estar húmedas. Levanto levemente el coco de la roca. Lo sostengo, lo giro y lo golpeo. Resbalan las gotas. Siempre nos reunirán las imágenes del pasado de camino a casa. Muevo mis pies alrededor de la pila esbozando circunferencias concéntricas. Appa.
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